CORTE SUPREMA DE JUSTICIA
SALA DE CASACION CIVIL
Magistrado Ponente:
Bogotá Distrito Capital, veintitrés (23) de septiembre de dos mil dos (2002).
Ref: Expediente No. 6054
Despacha la Corte el recurso de casación propuesto por la parte demandante contra la sentencia del 23 de febrero de 1996, proferida por la Sala Civil del Tribunal Superior del Distrito Judicial de Cali, dentro del proceso ordinario adelantado por ALICIA CABAL DE MURRLE frente a NELLY CECILIA NEWLAND ABONDANO y la menor ALLANA MURRLE NEWLAND.
A N T E C E D E N T E S:
1. Se aseveró en el libelo genitor del proceso que, mediante la escritura pública No. 513 del 13 de marzo de 1989, otorgada en la Notaría Segunda de Palmira, ALICIA CABAL DE MURRLE dijo transferirle a NELLY CECILIA NEWLAND ABONDANO y a la menor ALLANA MURRLE NEWLAND, el lote No. 5 de la parcelación “La Riverita” ubicada en ciudad de Cali, cuyas especificaciones allí se anotan.
En el hecho tercero del aludido escrito se puntualizó que “… En este último documento contractual, escritura pública No. 513, la vendedora ALICIA CABAL DE MURRLE, dijo transferir a título de venta real y en perpetua enajenación el derecho de dominio, propiedad y posesión que tenía sobre el aludido lote de terreno a la señora NELLY CECILIA NEWLAND ABONDANO y a la menor ALLANA MURRLE NEWLAND, por la suma ficticia de Cuatro Millones Cien mil Pesos ($4.100.000.oo), cuando la verdad es que su intención nunca fue transferirlo a dichas personas sino a su hijo legítimo DIETER ALFONSO MURRLE CABAL quien en el momento de la celebración del contrato, se encontraba ausente y con afirmaciones “no reñidas a la verdad” (sic.) las compradoras obtuvieron el propósito de que el bien inmueble quedara en cabeza de ellas.
A su vez, en el cuarto hecho de la demanda, se afirmó que: “Tanto es así que las compradoras no cancelaron el valor acordado en la Escritura de compraventa arriba citada a pesar de haberse indicado que la vendedora ALICIA CABAL DE MURRLE declaraba haber recibido el dinero a satisfacción de manos de las compradoras y menos aún ellas recibieron el inmueble de manos de la vendedora ni entraron en posesión real y material del mismo, pues siempre mi poderdante y su hijo DIETER ALFONSO MURRLE CABAL han estado en posesión…” del mismo.
Seguidamente se añadió: “ 5.- El artículo 1502 del Código Civil hace relación a los requisitos que debe reunir todo acto o declaración de voluntad para su validez y entre ellos consagra el de que la persona consienta en dicho acto o declaración y su consentimiento no adolezca de vicio alguno”.
Más adelante se dijo que “ … 6.- En el mencionado contrato de compraventa impugnado, contrario a la norma mencionada y a lo prescrito en el artículo 1512 ibídem, hubo error acerca de la persona con quien se tuvo la intención de contratar pues el propósito de la vendedora y su intención era la de transferirlo a su hijo legítimo DIETER ALFONSO MURRLE CABAL, haciendo figurar un precio ficticio y quedar así a su nombre, pues como se dijo anteriormente, al instante de consolidarse dicho acto el señor DIETER ALFONSO MURRLE CABAL estaba ausente y con engaños las compradoras obtuvieron que la escritura se realizara a nombre de ellas sin pagar el precio ni entrar en posesión del bien traditado”
“7.- Mi poderdante y su hijo son las personas que siempre han estado en posesión real y material del lote de terreno transferido a las compradoras NELLY CECILIA NEWLAND ABONDANO Y ALLANA MURRLE NEWLAND, ejerciendo actos de dominio sobre él como fue la construcción de mejoras consistentes en una casa de habitación para su propio goce y explotación”.
Agregó la demandante que se trata, pues, de una venta en la que “el consentimiento se encontraba viciado por existir error en la persona con quien se tuvo la intención de contratar, por no haber recibido (el) valor dado al inmueble y la suma irrisoria en que se fijó como precio, no se trataba de un contrato oneroso y conmutativo como aparentemente se quizo (sic.) hacer creer”. El precio estipulado, que lo fue la suma de $4.100.00.00, era, para la época de la negociación, inferior a la mitad del Justo precio que tenían los inmuebles en el sitio de ubicación, valor que se determinará en la suma de $25.000.000.00 ó más, teniendo en cuenta la prueba pericial que se practicará para probar este hecho, diferencia que origina lesión enorme, al tenor de lo dispuesto en el artículo 1947 del Código Civil en la persona de la vendedora.
“10.- Al haberse celebrado el contrato de compraventa arriba mencionado con la serie de irregularidades anotadas, dicho acto deja entrever que no es otra cosa que un contrato amañado, en donde el ánimo que llevó a las compradoras no era otro distinto que el de defraudar a la vendedora, ya que las declaraciones que aparentemente quedaron establecidas no corresponden a la clara realidad de las intenciones que motivaron su celebración, siendo en forma acelerada”.
2. Apuntalándose en esos supuestos de hecho, impetró la actora, de manera principal, la nulidad absoluta, por vicio del consentimiento por haber existido error en la persona con quien se tuvo la intención de contratar, y que, “por consiguiente queda rescindido por nulidad absoluta”, el aludido contrato, debiéndose ordenar la cancelación de la referida escritura pública y el registro verificado en la Oficina de Registro de Instrumentos Públicos y Privados de Cali”. Así mismo, que las demandadas deben restituir el aludido inmueble dentro de los cinco (5) días siguientes a la ejecutoria del fallo con todos los frutos civiles y naturales que ha debido producir el bien en manos de la vendedora con mediana inteligencia y cuidado, debiéndose disponer lo pertinente en relación con las compensaciones de ley.
Como “primera pretensión subsidiaria” pidió que se declarara que el susodicho contrato de compraventa fue absolutamente simulado y que en realidad no existió, por lo que las demandadas debían restituir el inmueble dentro de los 5 días siguientes a la ejecutoria del fallo con todos sus frutos civiles y naturales que ha debido producir el bien en manos de la tradente con mediana inteligencia y cuidado, debiéndose ordenar la cancelación de las inscripciones del caso y las compensaciones que prevé la ley.
Como “segunda pretensión subsidiaria” reclamó que se declarase que hubo lesión enorme en el contrato de compraventa contenido en la antedicha escritura pública, por haber recibido la vendedora un precio inferior a la mitad del justo precio al momento de la celebración del acto contractual. Subsecuentemente, que se concediese a las demandadas el término de diez días para que pudiesen ejercitar el derecho de opción previsto en el artículo 1948 del Código Civil, ya sea para consentir en la nulidad o rescisión, o para completar el justo precio que resultare probado, con la obligación de purificar el bien de los gravámenes constituidos durante el tiempo que estuvo en su poder. Que en caso de que no optaren por completar el justo precio deberán restituir el predio dentro de los cinco días siguientes a la ejecutoria del fallo con todos los frutos civiles y naturales que ha debido producir en manos de la vendedora, con mediana inteligencia y cuidado.
3. Surtido el emplazamiento de la demandada NELLY CECILIA NEWLAND ABONDANO y habiéndosele designado curador, lo mismo que a la menor ALLANA MURRLE NEWLAND, compareció aquella al proceso a contestar la demanda, oponiéndose a las pretensiones que se le enfrentaron, aceptando como ciertos los dos primeros hechos de la misma y negando la veracidad de los demás.
4. A la primera instancia puso fin el Juzgado Tercero Civil del Circuito de Palmira, mediante sentencia estimatoria de la pretensión de simulación absoluta, decisión que fue revocada por el Tribunal ad-quem, el cual, al despachar el recurso de alzada propuesto por la demandada, revocó la providencia impugnada y, en su lugar, negó las pretensiones principales de la demanda, se declaró inhibido para decidir sobre la simulación pedida y declaró la caducidad de la acción de lesión enorme.
LA SENTENCIA DEL TRIBUNAL
El Tribunal, luego de ultimar la consabida reseña de los aspectos relevantes del litigio y después de sintetizar las pretensiones de la demanda, acotó que el parágrafo 6° del artículo 101 del Código de Procedimiento Civil permite que las partes determinen los hechos en los que coinciden, siempre y cuando sean susceptibles de confesión, y las faculta para que, en caso de conciliación parcial, excluyan pretensiones o excepciones, sin perjuicio de que el juez pueda solicitarles que aclaren y precisen las peticiones de la demanda o las excepciones de mérito. Si bien la actora consideró que ello le permitía suprimir las súplicas de la demanda que estimaba innecesarias, la verdad es que dicha aclaración no puede tener una connotación tan amplia, pues la misma equivaldría a eliminar una determinada pretensión, que fue lo que intentó la demandante al limitar en esa audiencia sus pedimentos a los de simulación y lesión enorme. En consecuencia, la demanda deberá considerarse como fue propuesta: Con una petición principal y dos subsidiarias.
Sentado lo anterior, abordó el juzgador el examen de los presupuestos procesales para destacar que la parte demandada cuestionó la aptitud formal de la demanda aduciendo que los hechos que sirven de fundamento a cada una de las pretensiones no están debidamente clasificados, determinados y numerados, y que la nulidad por vicio del consentimiento se encuentra respaldada en los mismos fundamentos que la simulación y la lesión enorme, lo cual, por lógica, no puede ser posible por tratarse de pretensiones antagónicas.
Transcribió, a continuación, una jurisprudencia de la Corte concerniente a esa exigencia de la demanda y, volviendo al asunto sometido a su juicio, destacó que la pretensión de nulidad se encuentra dada en forma independiente en los hechos 3, 5, 6 “y si bien se le agrega el hecho 4 mediante la expresión ‘tanto es así’, es lo cierto que lo expuesto en tal numeral en sentir de esa Sala no desvirtúa o desfigura la pretensión de invalidez…”, pues son manifestaciones inocuas frente a la petición principal, motivo por el cual no es dable estimar que los hechos no están debidamente determinados, clasificados y numerados. Se aprecia, así mismo, que la segunda petición subsidiaria de la demanda tiene como supuesto fáctico el hecho 9 de la misma, por lo que esa petición se encuentra debidamente soportada.
En cambio, afirmó el juzgador ad-quem, se observa que no existen hechos que sirvan de fundamento a la pretensión de simulación, luego surge el dilema de si la sentencia debe ser totalmente inhibitoria o puede proferirse una inhibición parcial. Estimó la Sala que como las pretensiones se formularon en forma subsidiaria, “es decir que no se excluyen entre si”, tienen cierta individualidad, por lo que puede dictarse sentencia de fondo respecto de las pretensiones que reúnen los requisitos de ley, mientras que, siguiendo jurisprudencia de la Corte, deberá emitirse una inhibición parcial frente a la súplica de simulación que carece de los fundamentos fácticos indispensables para que frente a ella el libelo fuere apto.
Acometió, entonces, el examen del supuesto error en la suscripción de la escritura pública, y tras referirse al artículo 1512 del Código Civil, aseveró que no se ve cómo en este caso pueda afirmarse que existió tal yerro porque la demandante sabía que las compradoras demandadas no podían ser su hijo, pues aparte del sexo y de tratarse de dos personas y no de una, éstas eran su nuera y su nieta, razón por la cual dicha pretensión no prospera.
En lo concerniente a la lesión enorme pedida como segunda pretensión subsidiaria, consistente en que la escritura pública se hizo por valor de $4.100.000,00, cantidad que la actora considera inferior a la mitad del justo precio el que determinó en $25.000.000,00, sostuvo el juzgador que, a través de esa institución, el legislador trató de implantar la equidad en las relaciones contractuales estableciendo que cuando exista desequilibrio entre las ventajas que le reporte el acto a una persona y “la pérdida o sacrificio que tenga que hacer para obtenerlos” surge esta figura, para cuya determinación la ley ha adoptado un criterio eminentemente objetivo, es decir, ajeno a las circunstancias subjetivas de la negociación, razón por la cual no puede entenderse como un vicio del consentimiento.
Reprodujo, en seguida, el Tribunal, doctrina de ésta Corporación en donde se fijaron los requisitos de su procedencia, deteniéndose en el análisis relacionado con el término para reclamarla, punto en el cual, de la mano de la jurisprudencia de la Corte que ha distinguido entre la prescripción y la caducidad, acotó que el artículo 1954 del Código Civil no establece el lapso conferido para el ejercicio de la acción de lesión enorme como de prescripción, tal como acontece en los artículos 514, 984, 1402, 1888. 1938, 1007, 2536, 2542, entre otros, sino que estatuye que “… ‘la acción rescisoria por lesión enorme expira en cuatro años, contados desde la fecha del contrato’ o sea que la ley no le dio la calificación de prescripción, concretándose a indicar el límite temporal en que la persona puede ejercer la acción…” sin mirar el aspecto subjetivo de las razones por las que el titular dejó de instaurarla, bastando, entonces, verificar si se promovió en el plazo fijado, es decir, si dejó de incoarse oportunamente para que pueda reconocerse como caducidad, inferencia que robustece transcribiendo el criterio de algunos expositores nacionales.
Dando por cierto que se trata de un término de caducidad, concluyó el Tribunal que no es necesario que sea alegada por lo que puede decretarse de oficio. En este caso, afirmó, la escritura pública se suscribió el 13 de marzo de 1989, es decir, que el término para incoarla feneció el 13 de marzo de 1993. Y como la demanda se instauró el 27 de agosto de 1993, según la constancia secretarial pertinente, ya había expirado el plazo conferido por la ley.
LA DEMANDA DE CASACION
Los dos cargos que la misma contiene, fincados ambos en la causal primera de casación, se despacharán en el orden propuesto por el censor por ser tal el que lógicamente les corresponde.
PRIMER CARGO
Apoyado, como ya se dijo, en la causal primera de casación, acúsase en él la sentencia recurrida de ser indirectamente violatoria de los artículos 1766, 1934, 1502 del Código Civil, por falta de aplicación, “al violar directamente el numeral 6 del artículo 75 del C. de P. C…”, por cuanto que el Tribunal profirió fallo inhibitorio por falta de sustentación de la primera petición subsidiaria, cuando los hechos 3, 4, 5, 7 y 10 sirven de sustentación de esa petición, hechos que no tuvo por demostrados, estándolo por medio de los testimonios e indicios que adelante se exponen, incurriendo de ese modo en evidente error de hecho en la apreciación de las pruebas que apreció bien el juzgador de primera instancia al declarar la simulación, “…dejando por lo tanto de aplicar también los artículos 174, 176, 177, 183, 187 y 228 del C. de P. C….”
Particularmente, asevera el recurrente, el yerro fáctico del Tribunal se evidencia al dejar de apreciar los hechos 3, 4, 5, 7 y 10 de la demanda que soportan la pretensión de simulación de la compraventa, habiéndose inhibido de fallar dicha petición por falta de sustentación y, consecuencialmente, al no tenerlos por demostrados cuando lo están.
Para acreditar su afirmación, transcribe el censor el texto de la aludida pretensión subsidiaria y el de los numerales 3, 4, 5, 7 y 10 del libelo genitor del proceso, al cabo de lo cual sostiene que tales hechos son el fundamento nítido de la simulación de una compraventa pues basta comparar el hecho 4 con lo dispuesto por el artículo 1934 del Código Civil que reproduce. Al lado de esta disposición “encontramos” la del artículo 1766 del Código Civil, como casos de simulación, y así lo ha entendido la Corte. Luego ese hecho nada tiene que ver con el error en la persona como lo afirma el Tribunal. Reproduce, a continuación, una jurisprudencia de ésta Corporación relacionada con el entendimiento que al artículo 1934 le corresponde, para colegir que los artículos 1766 y 1934 son “casos de simulación absoluta, contemplados en la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia y sustentados por los hechos transcritos anteriormente”.
Refiriéndose al hecho 3 de la demanda, manifiesta que allí se afirmó que era ficticia la suma de $4’100.000.00, que se dice fue el precio pactado. Nada tiene que ver este hecho con el error en la persona de las compradoras, al cual quiere el Tribunal “aplicarlo y lo omite o rehusa aplicarlo a la primera petición subsidiaria”; así mismo, en el hecho 5 se cita el artículo 1502 del C. Civil, para afirmar que no puede haber acto jurídico sin el consentimiento. En el contrato de compraventa no basta que el precio sea en dinero al menos, en el cincuenta por ciento (artículo 1850 del C. Civil), ni que sea determinado o determinable, sino que sea real y serio, opuesto al precio ficticio e irrisorio, aserto que respalda citando algunos autores foráneos.
Aludiendo al “precio simulado”, sostiene que debe existir una conexidad necesaria entre el precio y la voluntad de las partes, de tal modo que indispensablemente se pacte con la intención de exigirlo, aunque nada impide que después de pactado sea condonado. Uno de los problemas más complejos de la simulación es el del precio ficticio porque se simula de tal manera que es muy difícil probarlo, por eso se suele acudir a los indicios.
No se puede afirmar, sin pecar contra la verdad, añade el recurrente, que cuando se habla de precio ficticio en uno o varios hechos, se está hablando de error en la o las personas compradoras. En el presente caso, en los hechos ha quedado plasmado, sin hesitación alguna, que se pactó ficticiamente un precio, esto es, sin intención de exigirse y por eso en el hecho 10 de la demanda se habló de un contrato amañado, es decir, según el diccionario de la Real Academia Española “… ‘el preparado o dispuesto con engaño o artificio’. El contrato simulado no es mas que un engaño, un artificio, una entelequia jurídica, encaminada a disfrazar la verdadera intención de las partes que en una compraventa consiste en no existir por parte del vendedor la intención de transferir el dominio de una cosa y no tener el comprador la intensión de adquirirlo”.
Transcribe nuevamente doctrina de la Corte relacionada con la distinción existente entre la simulación absoluta y la relativa, para concluir que el Tribunal violó indirectamente los artículos 1766 y 1934 y directamente el artículo 75 del Código de Procedimiento Civil porque los hechos 2, 3, 4, 5, 7 y 10 de la demanda, están determinados y clasificados, todo en relación con la simulación pedida, lo que llevó a esa Corporación a no tener en cuenta las pruebas que la demuestran, aserto que el impugnante pretende demostrar resumiendo la sentencia de primera instancia. Agotada tal reseña afirma que “…con lo anterior se demuestra que se violaron directamente las disposiciones de los artículos 174, 175, 176, 183, 187, 219, 228 por falta de aplicación, mediante yerro evidente de no tener en cuenta los hechos fundamentales de la petición primera subsidiaria sobre la simulación de la escritura 513 del 13 de marzo de 1989 de la Notaría Segunda de Palmira y la no aplicación a las pruebas de las normas probatorias del C. de P. C. citadas, las cuales eran trascendentes para la demostración de los hechos en que se basa dicha pretensión…”
S E C O N S I D E R A:
1. Como es patente en el asunto de esta especie, se duele el recurrente de que el Juzgador se hubiese inhibido de fallar la pretensión de simulación absoluta de la compraventa por ausencia de sustentación fáctica, pues no se percató de que los hechos 3, 4, 5, 7 y 10 de la demanda soportan esa petición.
El Tribunal, ciertamente, entendió al respecto, que la susodicha pretensión no fue debidamente apuntalada en los supuestos de hecho pertinentes, ya que “…la pretensión de nulidad se encuentra dada en forma independiente en los hechos 3, 5 y 6 y si bien se le agrega el hecho 4 mediante la expresión ‘tanto es así’, es lo cierto que lo expuesto en tal numeral en el sentir de la Sala no desvirtúa o desfigura la pretensión de invalidez…”
Se tiene, entonces, que los hechos 3 a 6 de la demanda no pasaron desapercibidos para el sentenciador, pues éste los apreció, pero percibió en ellos el sustento de la petición de nulidad del contrato, planteada como pretensión principal por la actora; e, inclusive, teniendo presente el confuso contenido del cuarto hecho del libelo, infirió que la expresión ‘tanto es así’ usada por el demandante, la enlazaba con la pretensión de invalidez que venía sustentando.
El censor, quien asume una posición vacilante, pues en principio pareciera dolerse de que el fallador no reparó en tales hechos, pero al rato deja entrever que se queja de que sí los percibió pero distorsionándolos, puntualiza en cambio que, además de los hechos 7 y 10, los descritos en los numerales 3, 4 y 5 sí sirven de fundamento para la pretensión de simulación, contrariamente, como ya se dijera, a lo inferido por el juzgador ad-quem, para quien estos últimos sustentan la petición de nulidad.
Puesta la Corte en el camino de examinar el texto de la demanda para determinar la existencia de la falta denunciada por el recurrente, advierte que no es posible sindicar al Tribunal de haber cometido el yerro fáctico de carácter manifiesto que aquél pretende enrostrarle, ya que, como reiteradamente lo ha puntualizado esta Corporación, para que esa especie de error se configure es menester que aflore explícito con su simple enunciación, circunstancia que no se refleja diáfanamente en este asunto, por cuanto la inferencia de aquél tiene estribo en el tenor literal del referido escrito.
La verdad es que en dicho libelo no se afirma rotunda e indiscutiblemente que las partes hubiesen convenido libre y espontáneamente disfrazar tras un velo negocial, un inexistente estado de cosas, ya que, por el contrario, de un lado, repetidamente allí se alude a que la declaración de voluntad de la actora fue producto de los engaños ejecutados por las demandadas, o al error en que aquella supuestamente incurrió, circunstancias estas que, obviamente, no se avienen con la simulación absoluta pedida, la cual, como se sabe, se estructura a partir del acuerdo franco e incontestable de las partes de fingir ante terceros un contrato que realmente no ajustaron.
De otro lado, si bien la accionante se refirió a que el precio fue ficticio y que, por ende, no fue pagado a la vendedora; a que las sedicentes compradoras no recibieron de manos de aquella el inmueble, pues siempre ella y su hijo DIETER ALFONSO MURRLE CABAL han estado en posesión del mismo; y a que la intención de la demandante era la de transferirlo a su mencionado hijo, alusiones estas que el sentenciador habría pasado de largo, no es menos cierto que en la demanda se alegó, explícita e inobjetablemente, la simulación absoluta de la venta, esto es, como ya se dijera, la exteriorización concertada entre las presuntas contratantes de un negocio realmente inexistente, al paso que la reciente reseña de hechos, puestos aquí fuera de contexto, a lo sumo y no sin esfuerzo, podría conducir a pensar que la demandante habría querido denunciar que las partes sí estipularon un contrato pero distinto al exteriorizado por ellas, vale decir, la simulación relativa del mismo, pretensión que, como es palpable, no fue la aducida por la demandante.
2. Infiérese, en consecuencia, que la apreciación prohijada por el sentenciador ad quem no puede tildarse de absurda u ostensiblemente contraria a la literalidad de la demanda, como es menester que acontezca para la consumación del error de hecho, habida cuenta que su elucidación no se desentiende de su texto, de por sí confuso y etéreo, al paso que aquella por la que aboga la censura, no puede calificarse como la única racionalmente posible, circunstancia que, a no dudarlo, es necesaria para la configuración del error de facto alegado.
Así las cosas, el cargo no puede prosperar.
SEGUNDO CARGO
Fundado en la causal primera del artículo 368 del Código de Procedimiento Civil, se acusa en él la sentencia recurrida de violar directamente el artículo 1954 del Código Civil, por errónea interpretación al considerar que el término allí contemplado de cuatro años es de caducidad y no de prescripción, y el 2513 ibídem en armonía con el artículo 306 del Código de Procedimiento Civil “directamente por falta de aplicación”.
Asevera el recurrente que el Tribunal infirió que el término de expiración de la acción de lesión enorme contemplado en el artículo 1954 del Código Civil, es de caducidad y no de prescripción, “con error de derecho por errónea interpretación de dicho texto…”
Se duele el recurrente del “delirio exegético” del Tribunal, en cuanto éste entendió que si la ley no dice expresamente que la acción prescribe quiere decir que caduca. En ningún artículo en que se establece un lapso prescriptivo, se dice que “no se tiene para nada en cuenta el factor subjetivo del abandono”. Haber citado el artículo 1888 del Código Civil, “le jugó una mala parada” (sic.) al Tribunal, porque aunque ese artículo no establece ningún plazo de prescripción, sí lo hace el artículo 1890, del mismo Código que está concebido, exactamente, en los mismos términos del artículo 1954 ídem. Por donde se ve que la interpretación literal que pretendió darle al artículo 1890, que fue el que quiso citar, indica con toda nitidez que no es el empleo expreso de la dicción “prescripción”, lo que configura este fenómeno jurídico y que cuando se dice “expira”, tampoco está restringido el límite temporal dentro del que debe ejercitarse una acción.
Trae a cuento, el recurrente, la sentencia del 23 de septiembre de 1918, en la que la Corte dijo que “… ‘La prescripción de la acción rescisoria por lesión enorme se cuenta desde la fecha del contrato’…y que ‘…La prescripción por lesión enorme no se suspende en favor de ninguna persona’…”; y la sentencia del 17 de octubre de 1927 en la que ésta Corporación sostuvo que “… ‘Si el vendedor ha muerto antes de vencerse el plazo de prescripción de la acción de la nulidad relativa por lesión enorme sus sucesores, herederos o cesionarios pueden ejercitarla’…”, y, de igual modo, cita a dos autores foráneos y a otro nacional que afirman que la acción rescisoria por lesión enorme prescribe en cuatro años para desvirtuar el criterio de los tratadistas que avalan la tesis del Tribunal, uno de los cuales, según lo entiende el recurrente, intentó con sus criterios, introducir el pensamiento francés. Pero si el artículo 1954 dijera lo mismo que el de ese país, variando el plazo de dos por el de cuatro años, no habría discusión porque ese código si contiene un plazo de caducidad y no de prescripción, pero “estamos en Colombia y nuestros jueces deben aplicar las leyes de nuestro país, sin que su interpretación pueda hacerlas cambiar por la de otro extranjero”.
La manifestación expresa del término “prescripción” se encuentra, inclusive, en un caso de lesión enorme, esto es, el de las particiones, o sea el artículo 1409 del C. Civil, que establece que la acción de nulidad o rescisión prescribe respecto de las particiones, según las reglas generales que fijan la duración de esta especie de acciones. Es una alusión directa al artículo 1954 ibídem, luego es prescripción y no un evento de caducidad.
Profundizando sobre la materia, añade, se pueden establecer diferencias bien precisas entre la caducidad y la prescripción, “teniendo en cuenta que la primera generalmente mira al interés público, como los de familia, artículo 10 de la Ley 75 de 1968. En cambio, la prescripción mira generalmente al interés privado, por eso puede suspenderse por la petición del plazo, pago de intereses, reconocimiento, etc., - artículo 2514 del C. Civil -, en cambio la caducidad solo puede hacerse cuando lo establece la ley. La prescripción establece un hecho negativo, una simple abstención, que en el caso de las acciones consiste en no ejercitarlas (en el de las obligaciones en no exigir su cumplimiento) y la caducidad supone un hecho positivo para que no se pierda la acción, de donde se deduce que la no caducidad es una condición del ejercicio de aquella y que el término de la misma es condición sine qua non, para este mismo ejercicio, puesto que para que la caducidad no se realice debe ejercitarse los actos que al respecto indique la ley, dentro del plazo fijado imperativamente por la misma. De aquí el porqué la prescripción sea una típica excepción y la caducidad una inconfundible defensa”.
Como la prescripción versa sobre intereses privados se admite no sólo su suspensión, sino también su interrupción, salvo en las prescripciones especiales de que trata el artículo 2545 del Código Civil, en los demás casos se puede interrumpir por reconocimiento de la deuda (artículo 2514 ídem) y se puede interrumpir natural y civilmente (artículo 2541 ejusdem), “pero cuando se versan (sic), intereses de orden público, como los de familia - artículo 42 de la C.P.-, entonces el término aparte de convertirse, como antes se dejó dicho, en una condición del ejercicio de la acción, no admite dicha interrupción, sino sólo la suspención (sic.), y esto, únicamente en caso de fuerza mayor, ya que en tal caso sería atentar contra la estabilidad y orden de la familia, en cuyo caso, si se admitiera que el término de las acciones de familia pudiera interrumpirse al gusto del interesado y cuantas veces quisiera, siendo por ello y por todo lo anterior considerado, caducidad y prescripción tienen que ser, como lo son, dos instituciones especialmente diversas. Y como precisamente dicho término es una condición para el ejercicio de la acción, la autoridad judicial no sólo está facultada sino que tiene la obligación de examinar, si dentro de él se efectuaron los actos positivos que sobre el particular señala la ley, ya que de lo contrario dicha autoridad nunca podría determinar en justicia su importantísima función de decir y declarar el derecho. Lo mismo ocurre en el derecho administrativo, como en el artículo 136 del Código Contencioso Administrativo, que es de derecho público”.
Tratándose del artículo 1954 del Código Civil, colige el recurrente, se regula un simple caso de interés privado y la prescripción, por último, debe alegarse por el interesado; no puede como en la caducidad, ser reconocida de oficio, según el artículo 2513 del Código Civil, en armonía con el artículo 306 del C. de P.C., “los cuales dejaron de aplicarse en el presente caso por haberse violado también directamente el artículo 1954, de la misma obra, por errónea interpretación, como ha quedado demostrado”.
Bajo el título de “la prueba de la lesión enorme” se refiere el recurrente al dictamen pericial que obra en el expediente y con el cual se acredita la lesión que se alega, amén de que en el acápite siguiente fija los alcances de su impugnación.
S E C O N S I D E R A:
1. Como fácilmente se aprecia en la reseña que del cargo viene de hacerse, el centro de gravedad del mismo se ubica en el reproche que el impugnante le enrostra al Tribunal, consistente en que éste interpretó erróneamente el artículo 1954 del Código Civil, en cuanto aseveró que el término previsto en el aludido precepto es de caducidad y no de prescripción como lo alega la censura.
Empero, puesta la Corte en la tarea de aquilatar esa imputación del recurrente, se ve precisada a advertir, de una vez, que el fallador ad quem no es reo de la recriminación que se le endereza, pues dicho plazo, hay que decirlo sin ambages, es ciertamente de caducidad, como pasa a demostrarse.
2. Al respecto, tórnase oportuno comenzar por destacar que la construcción doctrinaria y jurisprudencial del concepto de caducidad, tal como hoy es concebido, es cuestión relativamente reciente; inclusive, no se incurre en exageración si se dice que la misma obedece a una inquietud propia de los tiempos que corren, sin que, por supuesto, con esto se quiera significar que los plazos de esa especie fueran totalmente extraños al ordenamiento jurídico, desde luego que éste, de tiempo atrás, los consagró, sólo que las más de las veces no les dio frontalmente esa denominación, amén que nunca se preocupó por distanciarlos, estructuralmente, de los de prescripción, con los que usualmente fueron confundidos.
La verdad es que en el pasado la voz caducidad denotaba simplemente la extinción de una determinada relación jurídica o la pérdida de un derecho por la falta de realización de un especifico acto o hecho, o por su ejecución. Así, por ejemplo, en el Derecho Romano se denominaron “caducarias” las leyes Julia de maritandis ordinibus y Papia Poppaea, en virtud de las cuales los célibes y los casados que no tuviesen familia, perdían (los primeros) o se les reducían en una mitad ( a los segundos), las liberalidades que les fuesen dejadas en un testamento, si en los cien días siguientes al fallecimiento del testador, no habían contraído matrimonio o, en su caso, no habían procreado.
Destácase, por consiguiente, que el concepto de caducidad se encontraba allí íntimamente ligado a la noción de extinción o pérdida de un derecho o potestad, sin que, por regla general, el mero transcurso del tiempo, tuviese, per se, mayor injerencia. Y no cabe duda que con dicho sentido pasó al Código Civil Colombiano, tal como se refleja en sus artículos 1202,1232,1271,1333, 2442, etc., normas en las que se percibe que la voz “caducidad”, además de no estar referida al ejercicio de la acción judicial, tiene un sentido claramente orientado a definir la pérdida de un derecho o una potestad por la falta de realización de un acto, de un hecho o, por el contrario, por su cumplimiento, independientemente de que exista o no un plazo dentro del cual deba acaecer el suceso.
Es decir, que desde la perspectiva del aludido ordenamiento, la voz caducidad no hace relación de manera ineludible, a un término dentro del cual deba realizarse un acto, de modo que el tiempo carece, en esa concepción, de relevancia jurídica o, por lo menos, ella es apenas marginal o accidental.
Ese entendimiento del mentado fenómeno es de tan hondo arraigo que, inclusive, conforme al Diccionario de la Lengua Española, la primera acepción de caducidad consiste, precisamente, en la “acción y efecto de caducar, perder su fuerza una ley o un derecho…”
3. Sin embargo, en la actualidad, el vocablo en comento se encuentra sustancialmente determinado por el tiempo o el plazo. Puede decirse, entonces, que la caducidad comprende la expiración (o decadencia) de un derecho o una potestad, cuando no se realiza el acto idóneo previsto por la ley para su ejercicio, en el término perentoriamente previsto en ella. A este significado obedecen, en un sentido general, las nociones de plazo prefijado (delais-préfix) del derecho francés, plazo de caducidad (verwirkung) del derecho alemán y la decadencia del derecho italiano.
Por consiguiente, desde esta perspectiva es inherente y esencial a la caducidad la existencia de un término fatal fijado por la ley (aun cuando en algunas legislaciones se concede a las partes la facultad de estipularlo en el contrato, como acontece v. gr., en Italia - artículos 2965 y 2968 -, respecto de derechos disponibles), dentro del cual debe ejercerse idóneamente el poder o el derecho, so pena de extinguirse.
O, para decirlo en otros términos, acontece que la ley, sin detenerse a consolidar explícitamente una particular categoría, consagra plazos perentorios dentro de los cuales debe realizarse a cabalidad el acto en ella previsto con miras a que una determinada relación jurídica no se extinga o sufra restricciones, fenómeno que, gracias a la labor de diferenciación emprendida por la doctrina y la jurisprudencia, se denomina caducidad.
Resulta palpable, entonces, que este especifico significado del término en comento, no se aviene puntualmente con aquél que de ordinario reluce en el Código Civil, al cual se ha hecho mención, habida cuenta que, como ya se dijera, conforme a este estatuto, la acepción de caducidad a la que el mismo usualmente alude, no apareja indefectiblemente la existencia de un plazo perentorio dentro del cual deba ejecutarse el acto previsto en la ley para impedir la perención o alteración del derecho o potestad.
Esto no quiere decir, obviamente, como ya se pusiera de presente, que dicho ordenamiento no hubiese establecido plazos de caducidad, los cuales, por supuesto contempla, sino que por no haberlos denominado así expresamente, puede entenderse, en algunos eventos, vía interpretación como de caducidad. Así, por ejemplo, el artículo 217 del citado texto dispone que “toda reclamación del marido contra la legitimidad del hijo concebido por su mujer durante el matrimonio, deberá hacerse dentro de los sesenta días contados desde aquel en que tuvo conocimiento del parto…”. El artículo 221 ibídem, prescribe que “los herederos y demás personas actualmente interesadas tendrán, para provocar el juicio de ilegitimidad, sesenta días de plazo, desde aquél en que supieron de la muerte del padre….”; o el plazo señalado en el artículo 337 ídem; o, en fin, más recientemente, el término previsto en el artículo 10 de la ley 75 de 1968, hipótesis estas que, por demás, no ha vacilado la Corte en calificar como de caducidad (Por ejemplo, sentencias del 16 de agosto de 1972, 19 de noviembre de 1976, entre muchas otras).
A su vez, a la caducidad, entendida como decadencia de la posibilidad de aducir una determinada pretensión por no haberse presentado oportunamente la demanda respectiva, alude frontalmente el artículo 85 del Código de Procedimiento Civil, en cuanto autoriza al juez para rechazar de plano, el libelo demandatorio cuando ha transcurrido el término previsto en la ley para tal efecto; otro tanto acontece con el artículo 90 ejusdem, amén de que, a esa especie de plazos se refiere el artículo 381 ibídem.
4. Para efecto de establecer si un determinado plazo es de caducidad, cuando el legislador se hubiese abstenido de calificarlo explícitamente como tal, es menester entender primeramente que el fundamento de aquella estriba en la necesidad de dotar de certidumbre a ciertas situaciones o relaciones jurídicas para que alcancen certeza en términos razonables, de modo que quienes están expuestos al obrar del interesado (sobre quien pesa la carga de actuar so pena de expirar su derecho o acción), sepan, si esto habrá o no de ocurrir.
Vale decir, que el ordenamiento, por razones superiores, de “policía jurídica”, o para proteger determinados intereses, y con miras a poner fin al estado de incertidumbre de ciertas situaciones o relaciones jurídicas cuyo ejercicio depende de un único o primer acto no repetible, le impone al titular la necesidad de ejercitarlo idóneamente en un término perentorio, so pena de perder el derecho o de que se extinga la posibilidad de accionar.
El legislador, pues, en aras de la seguridad jurídica, pretende con los términos de caducidad finiquitar el estado de zozobra de una determinada situación o relación de Derecho, generado por las expectativas de un posible pleito, imponiéndole al interesado la carga de ejercitar un acto específico, tal la presentación de la demanda, en un plazo apremiante y decisivo, con lo cual limita con precisión, la oportunidad que se tiene para hacer actuar un derecho, de manera que no afecte más allá de lo razonablemente tolerable los intereses de otros.
Así lo ha puntualizado esta Corporación al decir: “y está bien que se haya fijado ese término de caducidad, pues la incertidumbre en el estado civil de las personas no goza de la complacencia de la ley. No es justo que muerto el pretendido hijo, el padre presunto o los herederos y su cónyuge, tengan que estar a merced del capricho de los descendientes legítimos y de los ascendientes de aquél, para afrontar, en el tiempo que estos escojan, una demanda de filiación natural con efectos patrimoniales. La ley quiere que la relación jurídico-procesal en procesos de paternidad natural que no pueden trabarse entre legítimos contradictores, quede bien constituida dentro de los dos años siguientes a la muerte del padre o a la del hijo, pues de otro modo, aunque el derecho a demandar la paternidad no se extingue, la declaración de la misma no produciría beneficio económico a quienes la obtengan” (CXLVIII, pág. 306).
Así mismo, la Corte subrayó la seguridad jurídica por la que propendía el artículo 7° de la ley 160 de 1936, para calificar como de caducidad, el plazo allí previsto para iniciar la acción (G.J. LXI, pág. 583).
Nótese, por consiguiente, cómo la caducidad descansa, en últimas, sobre imperativos de certidumbre y seguridad de ciertas y determinadas relaciones jurídicas, respecto de las cuales el ordenamiento desea, de manera perentoria, su consolidación, sin que ella deba concebirse como una sanción por abandono, ni haya lugar a deducir que envuelve una presunción de pago o cumplimiento de la obligación, como tampoco pretende interpretar el querer del titular del derecho.
De ahí que la expresión: “Tanto tiempo tanto derecho”, demuestre de manera gráfica sus alcances, esto es, que el plazo señala el comienzo y el fin del derecho o potestad respectivo, por lo que su titular se encuentra ante una alternativa: o lo ejercitó oportunamente o no lo hizo, sin que medie prórroga posible, ni sea viable detener la inexorable marcha del tiempo.
“La caducidad, ha dicho la Corte (…), está ligada con el concepto de plazo extintivo en sus especies de perentorio e improrrogable; el que vencido, la produce sin necesidad de actividad alguna ni del juez ni de la parte contraria. De ahí que pueda afirmarse que hay caducidad cuando no se ha ejercitado un derecho dentro del término que ha sido fijado por la ley para su ejercicio. El fin de la prescripción es tener por extinguido un derecho que, por no haberse ejercitado, se puede presumir que el titular lo ha abandonado; mientras que el fin de la caducidad es preestablecer el tiempo en el cual el derecho puede ser útilmente ejercitado. Por ello, en la prescripción se tiene en cuenta la razón subjetiva del no ejercicio del derecho, o sea la negligencia real o supuesta del titular; mientras que en la caducidad se considera únicamente el hecho objetivo de la falta de ejercicio dentro del término prefijado, prescindiendo de la razón subjetiva, negligencia del titular, y aún la imposibilidad de hecho”. (G.J. CLII, pág. 505).
Vale decir, entonces, que los plazos de caducidad determinan de antemano el lapso de vigencia del derecho, potestad o acción respectiva, la cual, en ese orden de ideas, nace con un inevitable término de expiración a cuestas. Así las cosas, cuando la acción judicial está sometida a un plazo de caducidad, la presentación idónea de la demanda no implica la interrupción de un término, sino la cabal ejecución del acto esperado, al paso que la no formulación oportuna del libelo comporta la extinción irremediable de tal potestad; es decir, que si la presentación de la demanda judicial apareja la inoperancia de la caducidad, ello no obedece a que la misma se interrumpa, cual sucede, v. gr. con la prescripción, sino a que por el ejercicio oportuno de la acción, aquella, obviamente, no se consuma.
5. Así mismo, es preciso reparar en que el tiempo asume en la caducidad un singular cariz, en cuanto éste corresponde a la funcionalidad típica de la institución, de modo que se requiere únicamente su transcurrir para que operen sus efectos letales, esto es que el término constituye, por sí mismo, una condición para el ejercicio idóneo del derecho, un requisito del mismo, de manera que si éste no se realiza oportunamente, se extingue sin necesidad de la concurrencia de otros requerimientos, esto es, sin que sea menester v. gr. alegarlo.
En fin, dado que con la caducidad se pretende la seguridad de las diversas relaciones jurídicas como premisa indispensable de la estabilidad del tráfico jurídico, mediante el señalamiento de un plazo - dies fatalis - que no se suspende y que, por ende, se cumple inexorablemente a la hora precisa, es factible que el juez pueda decretarla de oficio, pues resultaría inaceptable que vencido dicho plazo, se oyera al demandante cuya potestad ya se extinguió. Desde esta perspectiva es palmario que la caducidad opera automáticamente, esto es, que no es necesaria instancia de parte para ser reconocida.
6. Examinado al tamiz de las consideraciones precedentes el artículo 1954 del Código Civil, conforme al cual “…La acción rescisoria por lesión enorme expira en cuatro años, contados desde la fecha del contrato”, se tiene, en primer lugar, que el legislador se abstuvo de calificar expresamente la naturaleza de ese plazo, omisión que además de generar cierto desconcierto, torna imperioso para el intérprete determinarla; en segundo lugar, que del mismo se ha predicado inveterada y uniformemente, que comporta una de las condiciones de prosperidad de la pretensión rescisoria derivada de la lesión enorme, o sea, que uno de los requisitos esenciales de dicha acción estriba, justamente, en que la misma debe ejercitarse en el anotado lapso (XCV, pág. 771; sentencias del 16 de julio de 1993, y del 29 de noviembre de 1999, entre otras); igualmente, como más adelante se verá, que ese lapso obedece a la necesidad de dotar de certidumbre y firmeza los negocios jurídicos.
Destacadas, pues, estas particularidades del señalado plazo, se impone inferir que se trata de un término de caducidad que, en cuanto tal, fija precisa y fatalmente el tiempo durante el cual debe ejercitarse la acción.
En efecto, si como acaba de expresarse, dicho lapso ha sido calificado por la Corte, de tiempo atrás y de manera invariable, como uno de los presupuestos de prosperidad de la referida pretensión, bien pronto se advierte, entonces, que en ella el transcurrir del tiempo se comporta, por sí mismo, como una condición sustancial para su ejercicio, característica esta que, precisamente, se corresponde, como ya se dijera, con la funcionalidad típica de la caducidad. Subsecuentemente, su fijación no puede quedar supeditada, de ninguna manera, al arbitrio del demandado, esto es, a que este comparezca a invocar el vencimiento del plazo, cabalmente, porque dejaría de ser un elemento estructural de aquella.
Del mismo modo, dado que la mencionada acción postra la relación jurídica, llevándola a un innegable estado de fragilidad e incertidumbre, ha querido el legislador que tal situación desaparezca, supeditándola a un término fatal e improrrogable, de manera que la estabilidad de los negocios jurídicos y, desde luego, la de los derechos que de ellos dimanan, queden consolidados, en un termino objetivamente conmensurable, ajeno por ende, a dilaciones derivadas de actitudes subjetivas, distintas, por supuesto, al ejercicio mismo de la acción.
Si bien no se niega, como adelante se verá, que encomiables exigencias de justicia reclaman la posibilidad de rescindir, en las condiciones previstas en la ley, aquellos negocios afectados por un notorio desequilibrio económico en las prestaciones de los distintos involucrados, no es menos cierto que la seguridad del tráfico jurídico reclama, a su vez, que la volubilidad a la que esas relaciones jurídicas quedan sometidas se desvanezca rápidamente y en medio de la menor zozobra posible para quienes deban enfrentar tal pretensión.
De ahí que sea más evidente y perentoria la carga del interesado: le incumbe accionar en el término imperiosamente previsto por el ordenamiento, so pena que su facultad se extinga irremediablemente, sin que haya lugar a la suspensión o interrupción del mismo, derivadas de las condiciones subjetivas de las partes o de la conducta que éstas hubiesen denotado; es decir que dicho plazo corre con objetividad fatal.
Infiérese, por consiguiente que, vencido el cuatrienio consagrado en el artículo 1954 del Código Civil, sin que se hubiese ejercitado la acción, se extingue tal facultad de manera automática, particularidad que, justamente, permite al juez decretarla de oficio, sin que deba esperar actos complementarios derivados de la actitud asumida por el demandado. El contratante sabe de antemano, que cuenta con un determinado tiempo para ejercitar su acción, sin que la expiración del mismo halle justificación en su dejadez, sino en el mero vencimiento del aludido plazo.
7. Cabría preguntarse, entonces, ¿porqué razón el legislador sometió dicha acción a un término de caducidad, siendo que los mismos tienden a ser excepcionales en el Código Civil?. La respuesta aflora expedita y diáfana: por la peculiar naturaleza de la misma.
No hay duda, en primer lugar, que la historia de la lesión enorme es, a su vez, la reseña de la tensión existente, a través del tiempo, entre algunos valores de tan honda estimación para el Derecho, como los de justicia, libertad y seguridad. En efecto, recuérdese cómo los orígenes de la misma se remontan a dos rescriptos de Diocleciano y Maximiano, interpolados, según sostienen diversos autores, por la época de Justiniano, y en virtud de los cuales el vendedor tenía derecho a la rescisión del contrato y, por ende, a la restitución de la cosa vendida, devolviendo el precio que había recibido, cuando éste fuere inferior a la mitad de su justo valor.
Esa interpolación se explica por la notoria influencia de las ideas moralizadoras cristianas, a la sazón en boga, las que sirvieron para paliar, en un acto de justicia, el clamor de los necesitados que, determinados por el abuso de los poderosos, enajenaban sus predios por cualquier precio.
El espíritu de esa disposición, que posteriormente se extendió a la venta de cualquier bien por valor menor a su precio justo, fue desentendido en occidente, debido, talvez, a la ignorancia de su texto. Hubo que esperar a los glosadores para que lo revivieran, replanteándolo de la mano de un texto de Ulpiano, como un vicio del consentimiento (un “dolus re ipsa”), extendiéndolo al comprador y a diversos contratos, y prohibiendo su renuncia. Posteriormente, los canonistas abogaron aún más por su expansión, guiados por imperativos de justicia conmutativa.
Empero, el ulterior auge del racionalismo trajo consigo la consolidación de la voluntad como fuente de todo derecho y la frontal proclamación de la libertad individual en el ámbito contractual, repulsando, de ordinario, cualquier intervención extraña a los designios volitivos de los contratantes, injerencia que se consideraba nefasta para las relaciones entre los particulares.
Por supuesto que esta concepción política chocó con las ideas que nutrían la institución de la lesión enorme, la que pasó a considerarse, entonces, como una cortapisa de esa libertad negocial y un estorbo para la seguridad del tráfico jurídico, lo que aparejó su decaimiento.
De ahí que el Código Napoleónico la hubiese consagrado con criterios supremamente restrictivos, y en determinadas circunstancias. Inclusive, la necesidad de concederle a la acción de rescisión un término fatal y breve, se explica como una concesión a los malquerientes de la institución, quienes replicaban que, por causa de la incertidumbre que la misma generaba, el comprador no desplegaría abiertamente las facultades emanadas de la propiedad, tales como la de levantar mejoras en el bien.
Aún así, tanta aversión llegó a cosechar la lesión enorme al pensamiento liberal e individualista de la época, que algunos comentaristas se apresuraron a decir que ella constituía “una mancha” del Código Civil francés.
El talante restrictivo de ese Código, común a todos los de la época, se enseñorea, así mismo en el Código Civil colombiano, de manera que, como en ellos y por las anotadas razones, la lesión enorme es, también, aquí una figura de empleo excepcional y taxativo.
Colígese de la reseña precedente, en la que pueden percibirse claramente los períodos de ensanchamiento y contracción por los que la lesión enorme ha transitado, que en la reglamentación que de ella ha hecho el ordenamiento patrio se ve reflejada, y quizás aliviada, la compleja tensión existente entre los valores de justicia, seguridad y libertad que gobiernan su regulación; por supuesto que en ella subyace triunfante la necesidad ética de redimir la justicia conmutativa en ciertos negocios jurídicos en los que una de las partes sufre un perjuicio derivado de la falta de equivalencia de las prestaciones emanadas del mismo.
Empero, a su vez, las ideas individualistas liberales decimonónicas de las que se nutrió el ordenamiento civil colombiano, proclaman vigorosamente la autonomía de la voluntad y la libertad contractuales, razón por la cual fue consagrada solamente como un remedio excepcional de los específicos actos señalados en él; amén que la necesidad de dotar de seguridad y certidumbre las relaciones contractuales reclama no someterlas a demasiadas contingencias que contribuyan a su aniquilamiento, pues sobre ellas se edifica la creación y circulación de la riqueza, lo que determinó que se hubiese sometido la acción rescisoria que de ella surge, a un apremiante término de caducidad.
No hay duda, ciertamente, que el desarrollo y la solidez de los negocios dependerá de la seguridad con la que los rodee el ordenamiento, es decir, que las distintas transacciones deben generar la confianza de que será rápida y definitiva su consolidación, reprimiéndose el ejercicio tardío de los derechos, o la formulación inesperada de ciertas reclamaciones que cubran con sombras de incertidumbre determinadas relaciones jurídicas.
De manera, pues que, si como se ha dicho, la figura de la lesión enorme, tal como actualmente se encuentra reglada por el ordenamiento colombiano, encarna la conciliación de diversos valores y principios en conflicto, la interpretación de las normas que la gobiernan debe atender, necesariamente, esa circunstancia. De ahí que deba decirse, que la idea de acatar impostergables imperativos de justicia conmutativa, justifiquen su existencia, a la vez que innegables principios de libertad y, fundamentalmente, de seguridad en el tráfico jurídico, determinen su carácter restringido y el breve y perentorio término de caducidad para alegarla.
8. Por causa de la ambigüedad conceptual a la que aquí se ha hecho mención, ha dicho esta Corporación en algunas ocasiones que “…En el caso en estudio, ni puede presumirse que la vendedora mantuvo firme su voluntad de preservar en el contrato de compraventa ajustado con el demandado, ni el tiempo transcurrido desde esa fecha hasta su muerte fue el que la ley determina para la prescripción de la acción, ni esa voluntad pudo, por lo mismo, impedir a sus sucesores el ejercicio de las acciones que les competen” (se destaca). ( G.J. XXXV. Sentencia de octubre 17 de 1927). Y que “…El vendedor que tiene la acción rescisoria por lesión enorme es quien puede, en lugar de ella, reclamar el exceso del precio, cuando la cosa materia del contrato ha sido enajenada por el comprador, de manera que si la primera se extingue por prescripción, desaparece la segunda….” (Se subraya) (G.J. XXVII. Sentencia de septiembre 23 de 1918).
Pero, a su vez, también ha señalado, incluso, mucho más recientemente, que “para que sea viable la acción rescisoria de la compraventa por lesión, se requiere que ésta sea enorme en los términos de la ley (artículo 1947 del Código Civil), y que se reúnan ciertos requisitos establecidos en ella, como el de que la compraventa verse sobre inmuebles y que no se haya efectuado por ministerio de la justicia (artículo 52 Ley 87 de 1887); que no se trate de compraventas mercantiles (artículo 218 del Código del Comercio); que no tenga un carácter aleatorio; que después de celebrado el contrato no se renuncie a la acción (artículo 1950 del Código Civil); que la cosa no se haya perdido en poder del comprador (artículo 1951 ibídem); y que la acción se establezca oportunamente, es decir, antes de que caduque (artículo 1954 del mismo Código)” (G.J. CXXIV, Pág. 99. Sent. mayo 6 de 1968).
Nótese, por consiguiente, que en esta última y más reciente decisión, la Corte se inclinó por considerar el referido plazo como de caducidad, calificación que hoy se reitera. Del mismo modo, que cuando con antelación lo tildó de prescripción, no era el objetivo expreso de su estudio el de precisar su naturaleza, como hoy aquí se ha hecho, amén que la noción antagónica, es decir, la de caducidad, apenas se fraguaba, lo que explica que hubiese utilizado aquella otra, entonces en boga, y tras la cual subyacía, encubierta, la noción de caducidad.
En ese orden de ideas, es patente que el Tribunal no incurrió en el error juris in judicando que el recurrente le atribuye toda vez que el discernimiento que le otorgó al artículo 1954 del Código Civil, no es equivocado.
D E C I S I O N
Por lo anteriormente expuesto, la Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Civil, administrando justicia en nombre de la República, NO CASA la sentencia del 23 de febrero de 1996, proferida por la Sala Civil del Tribunal Superior del Distrito Judicial de Cali, dentro del proceso ordinario adelantado por ALICIA CABAL DE MURRLE frente a NELLY CECILIA NEWLAND ABONDANO y la menor ALLANA MURRLE NEWLAND.
Costas a cargo del recurrente.
Notifíquese.
NICOLAS BECHARA SIMANCAS
MANUEL ARDILA VELASQUEZ
JORGE ANTONIO CASTILLO RUGELES
CARLOS IGNACIO JARAMILLO JARAMILLO
JOSE FERNANDO RAMIREZ GOMEZ
JORGE SANTOS BALLESTEROS
SILVIO FERNANDO TREJOS BUENO