CORTE SUPREMA DE JUSTICIA
Sala de Casación Civil
Magistrado Ponente:
Manuel Isidro Ardila Velásquez
Bogotá, D. C., veintitrés (23) de octubre de dos mil tres (2003).
Ref. : Expediente No. 7397
Decídese el recurso de casación interpuesto por el demandante y por la demandada El Rápido Duitama Ltda., contra la sentencia de 27 de febrero de 1998, proferida por el tribunal superior del distrito judicial de Bogotá en el proceso ordinario de Fernando Prado Bravo contra los herederos indeterminados de Fruto Eleuterio Mejía Barón y la sociedad recurrente.
I.- Antecedentes
El proceso se abrió con demanda en que el actor pidió que se declare que los demandados incumplieron el contrato de transporte celebrado el 12 de diciembre de 1989, y que en consecuencia sean condenados a pagarle solidariamente los perjuicios materiales y morales que le causaron.
Los primeros, tasados en "la suma de $707.377,29 (o la cantidad superior o inferior que resulte probada en el proceso), suma que corresponde al promedio de lo devengado en los tres meses anteriores al accidente y que deberá pagársele a mi representado por cada mes a partir de diciembre de 1.989 y hasta el limite de vida probable que el DANE certifique para un varón de 47 años" y, "para el evento de que el Sr. Juez considere pertinente aplicar el límite de actividad laboral, fijado en 60 años para los varones (edad de jubilación), tendríamos en el caso de FERNANDO PRADO (...) una actividad laboral probable de trece (13) años (60 menos 47)", y los segundos, es decir, los morales, calculados en 1.000 gramos oro.
Fundó sus pretensiones en los hechos que enseguida se resumen:
El 12 de diciembre de 1989, abordó como pasajero en el terminal de transporte de Bogotá, el bus de placas SA-9411, de propiedad de Fruto Eleuterio Mejía Barón, afiliado a la empresa demandada, con destino a Duitama.
El conductor del vehículo, quien en forma irresponsable se desplazaba a altísima velocidad y sin tener en cuenta que el piso estaba húmedo por la lluvia, al querer frenar cuando transitaba por el sitio conocido como El Barne -entre Tunja y Paipa-, perdió el control del automotor, el cual se salió de la vía, se estrelló contra el barranco y se volcó, ocasionando la muerte de unos pasajeros y heridas a otros.
Entre estos últimos el actor, quien sufrió graves lesiones en la cara y la fractura del húmero izquierdo y la cadera, que lo tuvieron hospitalizado e inmovilizado durante mucho tiempo, en medio de grandes sufrimientos y crisis, habiendo quedado incapacitado para desempeñar su actividad de agente vendedor por todo el país de productos de la industria familiar denominada Taller de Artesanías y Artes Gartner, con sede en Medellín, de la cual devengaba $35.310,oo de salario básico más comisiones del 35% sobre ventas, que en el último trimestre le arrojaron un promedio de $672.067,26 mensuales.
Amén de que no pudo volver a atender el sostenimiento del hogar que conforma con su esposa y cinco hijos, hallándose pendiente de operaciones quirúrgicas en sus caderas para hacer más llevadero su drama, mas no para la recuperación total que jamás logrará.
Contestaron los demandados con expresa oposición a las pretensiones. La sociedad aceptó tanto el contrato de transporte, como lo del accidente y las lesiones del pasajero. Al igual que lo hizo el curador ad-litem, alegó la prescripción y la fuerza mayor o caso fortuito, pues fue la lluvia, el piso liso, el haberse atravesado un camión que el conductor del bus trató de esquivar y la falla en los frenos, lo que hizo producir el accidente.
El 11 de marzo de 1996 se clausuró la primera instancia, mediante fallo parcialmente estimatorio que profirió el juez veinticinco civil del circuito de Bogotá, el cual, apelado que fue por las partes, modificó el tribunal superior de Bogotá en la cuantía de la condena impuesta por concepto de daños materiales, y confirmó en lo demás por sentencia de 27 de febrero de 1998.
II.- La sentencia del tribunal
Tras el relato del litigio, se ocupó del estudio de las pretensiones, asunto en que halló establecida la responsabilidad de los demandados respecto de los daños que sobrevinieron al pasajero demandante; motivo por el que pasó a examinar los medios exceptivos propuestos.
Así, cuanto a la prescripción, destacó que como la demanda se presentó el 10 de diciembre de 1991, vale decir, dentro de los dos años que la ley prevé como término prescriptivo, se produjo su interrupción civil, como quiera que el auto admisorio se notificó a los demandados dentro de los 120 días siguientes de que da cuenta el artículo 90 del código de procedimiento civil.
Y, relativamente a los hechos constitutivos de la fuerza mayor alegada, fincada en la humedad que presentaba el piso, la imprudencia de otro conductor y la falla en los frenos, dio en señalar que no fueron demostrados en el debate.
Despejado lo anterior, procedió a examinar lo atinente a los perjuicios; y en esa tarea encontró probado que el demandante perdió la capacidad laboral en un ciento por ciento, de acuerdo con el dictamen de los expertos médicos, y habida cuenta de que testimonialmente probó su "presanidad".
E indagando sobre su cuantía, específicamente la del lucro cesante, pues en relación con el daño emergente hizo ver que además de que los gastos médicos fueron "atendidos por el Seguro Social" no se probó otra afectación patrimonial de esta naturaleza, apuntó que al haber perdido toda su capacidad laboral como agente vendedor, de lo que derivaba sus ingresos para el sostenimiento propio y el de su familia, el monto devengado por ese concepto es de donde ha de partirse para calcular el total de la indemnización.
En el punto coincidió con el a quo al descartar el promedio de ingresos por comisiones señalado por los peritos por estar basados “en un supuesto de precios de fábrica y de venta no probados de manera regular, como lo exige el art. 174 del Código de P. Civil; pues en verdad, las referidas facturas en que se apoya la pericia carecen de autenticidad (y de firma varias de ellas), no tienen registro contable alguno, no aparecen comprobantes de ingreso ni de forma de pago de los valores por las ventas efectuadas. En suma, son un conjunto de papeles desarticulados y sin responsable determinado en su creación, razón por la cual, no podían producir en los peritos ni en el Juez certeza de existencia de las comisiones alegadas”.
Si en gracia de discusión -añadió- se aceptaran las operaciones de venta indicadas en esas facturas, nada indica que la diferencia entre el valor de fábrica y el de venta tenía como finalidad pagar un sobreingreso al demandante, pues “por qué razón aparecen recibos de pago del salario mínimo y no de las afirmadas comisiones?”. Tampoco las referencias testimoniales tienen la contundencia probatoria para colegir de ellas el pago de las comisiones.
En consecuencia, solo tomó como factor base para calcular los ingresos dejados de percibir y el perjuicio por lucro cesante, el salario mínimo legal, en vista de los comprobantes de egreso aportados y que demuestran que el demandante recibía cuantía similar como agente vendedor de la mencionada industria, multiplicado por los 13 años que consideró eran los que habían de estimarse en ese aspecto según lo expresado por los peritos en el dictamen, más dos y medio salarios mensuales por cada año por concepto de cesantía, prima de servicios y vacaciones, para un total de $38’421.201 por este concepto a la fecha de la sentencia, la que para su pago había de actualizarse conforme a la variación de la Upac entre la fecha de la sentencia y su verificación.
Y estimó, por último, que los $14’000.000,oo fijados por el a quo como valor del perjuicio moral sufrido, es cifra razonable dada la incapacidad total que equivale a la muerte laboral del demandante, si antes gozaba de perfectas condiciones de salud para recorrer el país, con secuelas de modificación en el temperamento, desmotivaciones personales y otra serie de emociones que se traducen en el dolor moral reclamado.
III.- Las demandas de casación
Pese al orden en que fueron presentadas y tramitadas, adelante se despachará la demanda formulada por la sociedad demandada; la razón estriba en que en ella se atacan las bases mismas de la decisión materia del recurso extraordinario, cosa que no sucede con la del actor, cuyo alcance es restringido.
A.- De la demandada El Rápito Duitama
Dos cargos formula ésta bajo la égida de la causal primera de casación, que se estudiarán en orden inverso al propuesto por ser el lógico, en cuanto que, de prosperar el segundo de ellos, estéril sería el del primero, en que viene cuestionándose lo relativo a la prescripción de la acción.
Segundo cargo
Acusa la vulneración de los artículos 981, 982, 989 y 1003 del código de comercio, y los artículos 2341, 2342, 2344 y 2356 del código civil, a consecuencia de error de hecho del tribunal en la estimativa probatoria.
Dice el censor que no existe medio de prueba alguno que demuestre que las lesiones sufridas por el demandante fueron consecuencia única y exclusiva del accidente. El tribunal no percató que los declarantes Ligia Lucía Inés Riveros de Vinuesa, José Vicente Vinuesa Velasco, Silvio Fernández Valencia y Eduardo León Combariza Herrera no fueron testigos presenciales del accidente, ni que en la lista de muertos y heridos del accidente enviada por el capitán Luis Antonio Montaña Mendoza no figura Fernando Prado Bravo; tampoco en la resolución de acusación proferida por el juzgado 13 de instrucción criminal. Además, el demandante no cumplió con la carga de la prueba de que las lesiones sufridas fueron consecuencia única y exclusiva del accidente, prueba que fue supuesta por el tribunal con evidente error de hecho. Las copias del proceso penal adelantado a consecuencia del accidente, en ninguna parte mencionan a Fernando con las lesiones que alega haber sufrido, amén de que no han sido ratificadas en la forma exigida en el artículo 185 del código de procedimiento civil y los demandados no tuvieron la oportunidad de contradecirlas. Por lo tanto, no se halla estructurada la responsabilidad civil contractual, y así no puede imputarse a la demandada el pago de perjuicios, pues primero el demandante “tiene que demostrar que el daño tuvo su causa determinante en el accidente que se invoca en el desarrollo del contrato de transporte”.
De otra parte, manifiesta que cuando se trata de responsabilidad por culpa contractual, según los autores y la jurisprudencia, no hay lugar a sanción por daños morales; y en el caso materia de la censura se quebrantó la constante doctrina según la cual el daño moral no puede pasar de cinco millones de pesos. Los catorce millones fijados es suma exorbitante y sin justificación, violando el artículo 2341 por aplicación indebida.
Consideraciones
Como se sabe, el derecho de impugnación entraña confrontación de pareceres entre el recurrente y el juzgador, que es precisamente lo que genera la inconformidad de aquél. Es, pues, de la quintaesencia de todo recurso, refutar, combatir, opugnar; característica que sube de tono en tratándose de un recurso de naturaleza extraordinaria, como el de casación, en el cual es deber ineluctable del impugnador mostrar el contraste de apreciaciones, pues sólo así podrá evidenciar que la razón está de su lado.
A lo que viene forzoso agregar que esa labor no tendrá eficacia sino en la medida en que ataque todos y cada uno de los fundamentos del fallo impugnado; así lo ha sostenido la Corte en múltiples ocasiones al señalar que “la acusación de un fallo por error de hecho manifiesto o error de derecho en la estimación de las pruebas no puede prosperar cuando se refiere a una o algunas, si las demás constituyen un soporte suficiente de la decisión” (G.J. t. CXLIII, pág.146).
Vienen a propósito del cargo en estudio las precedentes apuntaciones, en tanto que se echa de menos en él la confrontación que reclama este recurso, pues limitóse el recurrente a exponer su propio punto de vista, sin mencionar siquiera en qué discrepa con el del tribunal. Se conforma simplemente con afirmar que esa corporación no vio que cuatro de los testigos no presenciaron el accidente y que en el informe del capitán y en el proceso penal no figura el nombre del demandante; mas al hablar de ese modo, con una alta dosis de generalidad, omite explicar en dónde realmente confuta las conclusiones probatorias que sobre el punto esgrimió el sentenciador.
Esto, claro, sin caer en la cuenta de que con las declaraciones de cuya apreciación se duele, lo que el juzgador dio por demostrado fue la "presanidad" del actor momentos antes de abordar el autobús; amén de que pasa de largo por los demás medios de convicción que el tribunal consideró para dar por acreditado el contrato de transporte, su iniciación, el accidente y, específicamente, las lesiones causadas al pasajero, tales como la confesión de la sociedad demandada al contestar los hechos de la demanda y toda la documentación aportada al proceso, cuestiones que por no venir opugnadas en casación, se hacen intocables para la Corte.
Dijo el ad quem sobre este punto: “siendo aceptado por la Empresa transportadora demandada, la existencia del contrato de transporte con el demandado tal como se desprende del escrito de contestación de demanda (fl.29), tal punto queda fuera de toda controversia; predicándose lo propio del accidente sucedido en desarrollo del contrato celebrado, pues además de no haber sido negado por la Empresa demandada, y sí confesado de manera calificada por su apoderado al contestar la demanda (contestación al hecho quinto), de su nefasta ocurrencia da cuenta la abundante documental traída al proceso, entre la que se destaca el croquis y las diligencias administrativas adelantadas por las unidades del Instituto de Tránsito de Boyacá”.
En efecto, todos estos medios de convicción, fundamento del fallo acusado, dejados de lado por el recurrente en su ataque, constituyen suficiente soporte de las conclusiones del tribunal, pues milita nada menos que la propia confesión de la transportadora demandada al contestar la demanda no sólo sobre la celebración del contrato de transporte, su fallida ejecución, el accidente y las lesiones sufridas por el pasajero ahora demandante; y la documentación aportada desde el inicio con la demanda, que da cuenta del ingreso por “atención de urgencias” de Fernando Prado Bravo, herido con politraumatismo en el accidente en el sitio “Barne carretera Tunja - Paipa” (fl. 5 Cdno. 1°), con la descripción médica de todas las lesiones que luego relata la demanda, y a continuación la historia clínica del mismo en su recorrido por varios centros de atención en pos del tratamiento a sus graves lesiones (fls. 6 a 19 Ib.).
Ahora bien, en lo que concierne a los perjuicios morales, denótase en la acusación un planteamiento vacilante, que no se compadece con la naturaleza extraordinaria del recurso que se estudia; pues a la par que se fustiga al tribunal por haber aplicado el artículo 2341 del código civil, que refiere la responsabilidad de cariz extracontractual, sin advertir que la que acá se discute es de orden contractual, se acepta de inmediato posibilidad tal, empero, hostigándose ahora al juzgador por haber desbordado los máximos que en su tasación tiene fijados la jurisprudencia de esta Corporación.
Y, es patente, una cosa repulsa la otra; naturalmente que lo dispositivo del recurso no permite que la Corte, en medio de los titubeos del recurrente, elija por este uno u otro sendero, con el agregado de que, así y todo, tendríase que la disputa que de comienzo se plantea tendría un ostensible sabor jurídico, en la medida en que lo que al tribunal se rebate en últimas es el criterio que esgrimió para fulminar esa condena; asunto en que la vía elegida, se nota al rompe, sería equivocada, pues la manera correcta de impugnarlo sería mediante la vía directa.
En esta forma, el cargo no prospera.
Primer cargo
Denúnciase en éste la violación indirecta, por falta de aplicación, de los artículos 993 del código de comercio y de los artículos 2512, 2535, 2539, 2341, 2342, 2343, 2344, y 2356 del código civil, como consecuencia de error de hecho del tribunal al no advertir que el juzgado no aceptó la nota de presentación que traía la demanda introductoria del proceso, llevada a cabo el 9 de diciembre de 1991, porque había sido impuesta con violación del artículo 84 del código de procedimiento civil.
Dice la censura, en efecto, que el 16 de diciembre de esa anualidad, el juzgado inadmitió la demanda para que se subsanara el defecto de la aludida nota en el término de 5 días, lo cual hizo la apoderada del demandante el día 19 de ese mes, cuando, por esa razón, quedó realmente presentada la demanda. Obviamente, por fuera de los dos años consagrados por el citado art. 993 del código de comercio, si se mira que el accidente ocurrió el 12 de diciembre de 1989, el mismo día en que el pasajero emprendió el viaje.
Tampoco advirtió que el demandante sólo presentó en debida forma el poder a su apoderada "el 13 de Marzo (sic) de 1992".
El tribunal no examinó la verdadera fecha de presentación de la demanda de acuerdo con las exigencias del artículo 84 del código de procedimiento civil. Si no fue presentada inicialmente con arreglo a los requisitos de ley, tal diligencia no tiene valor jurídico y puede considerarse inexistente. Por tanto, presentada cuando la acción se hallaba prescrita, ya no es aplicable el artículo 90 del mismo estatuto procesal; razón que impone casar el fallo y en sentencia sustitutiva declarar la prescripción alegada.
Consideraciones
Para empezar es vital determinar cuál es el punto de vista que se combate en el cargo, para sobre esa base ver cómo éste adolece de una grave deficiencia técnica.
Ciertamente, al examinar lo atinente a la prescripción, el tribunal consideró que bastaba para rehusarla que el escrito de demanda hubiese sido presentado antes de que venciera el término para que aquella se consumase, "acto con el cual -fueron sus palabras- por constituir el ejercicio del derecho de acción, se pone en funcionamiento el aparato jurisdiccional del estado en procura de la tutela del derecho subjetivamente vulnerado".
En dichos términos y sin mayores razones para abundar en esa conclusión, descartó que cualquier otro acto procesal realizado tras la presentación del libelo genitor tuviese trascendencia o repercusiones en lo que al punto refiere.
El impugnador, a su turno, elabora su crítica sobre la base de considerar que allí hubo un error de hecho, planteando así una disputa de cariz eminentemente probatorio; empero, como fácil se aprecia en el cargo, con esa forma de argumentar no es que de su parte cuestione que el escrito de demanda no haya sido presentado en la fecha que lo dio en afirmarlo el tribunal, sino que esa presentación es, a su juicio, "ineficaz" e "inexistente", en tanto que no se avino a lo reglado por el artículo 84 del código de procedimiento civil, tal como hubo de observarlo el juez al inadmitir la demanda, proveído en que no aceptó la nota pertinente de presentación "por que (sic) violó el artículo 84 del Código de Procedimiento Civil".
Y tanto es así, que el discurrir de que se vale el impugnante con miras a demostrar el yerro, tiene como apoyo el entendimiento que al precepto 84 debe otorgarse; premisa de la que parte para afirmar más adelante que "si la demanda no fue presentada inicialmente de acuerdo con las exigencias de la ley, tal diligencia no tiene valor jurídico y puede considerarse inexistente" (sublíneas ajenas al texto).
En distintas palabras, el reproche que al juzgador se hace no es tal como para sostener entonces que pudiera censurársele de no haber visto la supradicha nota de presentación; de donde se desgaja la idea que el enfrentamiento no puede quedar reducido a un plano meramente probatorio, pues criticar de ese modo al sentenciador implica no otra cosa que poner en entredicho que el parecer jurídico que éste expresó al afirmar que la presentación de la demanda es un acto procesal distinto al de autenticar la rúbrica de su autor.
Y, evidentísimo resulta, disputa sobre cuestión semejante es asunto de puro derecho.
De modo de concluirse, entonces, que el censor no ha podido discutir probatoriamente sin antes rebatirle el criterio jurídico al tribunal, denunciando el asunto por la vía pertinente, esto es, la violación directa de las normas sustanciales que con el criterio hermenéutico del tribunal pudieron resultar infringidas.
Pero, con prescindencia de lo anotado, aun si fuese posible dejar de lado por un momento la mentada falencia, concluiríase que con todo la acusación sería vana; pues el artículo 90 del estatuto procesal civil, incluso tras la reciente reforma incorporada por la ley 794 de 2003, no exige más requisitos que los de la presentación de la demanda, su admisión y notificación, para considerar interrumpida la prescripción.
De allí que sea indiferente, en lo que al punto concierne, que el libelo incoativo presentado adolezca de algún defecto de los que a voces del artículo 85 ibídem lo haga inadmisible e imponga al actor su corrección, por cuanto lo que a la postre incidirá en lo que toca con la interrupción, será solamente que la demanda sea admitida a trámite, cual ocurrió en el caso sub-examen.
Presentado a reparto el libelo genitor el 10 de diciembre de 1991, el juzgado 25° civil del circuito de esta ciudad, al que correspondió el asunto tras la diligencia pertinente (folio 61 del cuaderno 1°), estimó que éste no era admisible -no en una, sino en dos oportunidades, inexplicable, por cierto, la segunda-, las cuales, sin embargo, no tienen entidad para eclipsar el ostensible hecho de la presentación realizada el 10 de diciembre, si, como sucedió, no fue objeto de rechazo o devolución en firme.
Por supuesto, sábese que la inadmisión no conlleva más que la posposición de la aceptación de la demanda por parte del juez, en consideración a la presencia de alguna falla, en este caso “para que en el término de cinco días se subsane, verificando la autenticación de las firmas del poder y de la demanda conforme al art. 84 del C. de P.C.”, en otras palabras, por “no haber sido presentada en legal forma”, causal 4a. del citado artículo 85.
De donde, independientemente de la inconsistente exigencia del juez al negarle eficacia a la presentación personal tanto del poder como de la demanda hecha por sus suscriptores, el primero el 29 de noviembre de 1991 ante el notario diecinueve de Medellín (folio 1 cuad. 1°), la segunda el 9 de diciembre de 1991 ante el juzgado 22 del circuito de Bogotá, el hecho es que la demanda terminó siendo admitida, como consecuencia directa de su presentación el 10 de diciembre; las diligencias realizadas el 19 de diciembre del mismo año y el 13 de enero del siguiente, fue una redundante autenticación de firmas ordenada por el juez en su auto inadmisorio de 16 de diciembre (folio 61 vuelto, Cdno. 1°).
El cargo, por ende, no tiene buen suceso.
B.- Del actor
Tres cargos formula el demandante, el primero al amparo de la causal segunda de casación y los otros dos con base en la causal primera; todos los cuales se estudiarán conjuntamente, pues a pesar de que el primero denuncia un vicio de diferente jaez, viene apuntalado sobre una situación de hecho idéntica a la que se refiere en los otros dos, de modo que la solución a adoptar los subsume a los tres.
Primer cargo
Acúsase la sentencia de ser inconsonante con las pretensiones de la demanda, ya que en la petición segunda principal se solicitó que la indemnización de los perjuicios materiales se decretara "por cada mes a partir de diciembre de 1989 y hasta el límite de la vida probable que el Dane certifique para un varón de 47 años", de la que se apartó el tribunal sin ninguna fundamentación.
Explica el impugnador que como al momento de instaurar la demanda no se disponía de las tablas de mortalidad, se optó, pero apenas tentativamente, "por consignar una liquidación provisional utilizando un multiplicador de trece (13) años (que son los comprendidos entre los 47 que tenía el actor y los 60 que constituyen la edad de jubilación), alternativa que se propuso mientras se lograba, dentro de la etapa probatoria, que el Dane certificara los índices vigentes de probabilidad de vida". Carácter provisional patentizado en el libelo al decir que "para el evento de que el Sr. Juez considere pertinente aplicar el límite de actividad laboral, fijado en 60 años para los varones ... etc.", que dejó de ser pertinente desde el momento en que el Dane certificó que un varón entre 45 y 49 años de edad tiene una probabilidad de vida de 29.32 años, cifra no tenida en cuenta por el fallador, y en cambio sí la de los provisionales 13 años utilizados en la demanda.
Segundo cargo
Denuncia que la sentencia atacada quebrantó indirectamente, por falta de aplicación, los artículos 1613, 1614, 2341, 2343 y 2356 (inc. 1°) del código civil, y los artículos 991, 992, 994 (inc. 2°), 1003, 1377 (inc. 2°) y 1379 del código de comercio, a consecuencia de errores manifiestos de hecho por indebida apreciación de pruebas.
En su sustento afirma que el tribunal apreció erróneamente las tablas de mortalidad enviadas por el Banco de Datos del Dane, que acreditan que un varón de 47 años tiene una probabilidad de vida de 29,32 años, similar a las tablas acogidas por la Superintendencia Bancaria de una vida probable de 29.38 años, las que en la parte motiva dijo acoger al determinar que para liquidar el monto de los perjuicios a indemnizar debía primero multiplicarse el salario mínimo por 12 y luego, el producto “… por los [ ] años de vida probable que dictaminaron los peritos con base en las tablas del Dane y la acogida por la Superintendencia Bancaria”, propósito del juzgador que luego reitera así: “… suma aquella que multiplicada por el promedio de vida activa que a él le restaba (13 años) conforme a la certificación expedida por el Dane …”; sin embargo, toma equivocadamente 13 en lugar de los 29.32 años como multiplicador, error con el cual en vez de arrojar $86’654.585,oo sólo le dio $38’421.201,oo de indemnización por este aspecto.
De otro lado, afirma el censor que el tribunal hizo suya la motivación del a quo al desestimar el dictamen de los peritos “… en consideración a que se apoyaron en facturas … ‘a guisa obtenidas en la industria del mismo demandante, lo que mal puede ser órgano de convicción…’; razón por la cual tuvo el juzgador de instancia como único ingreso base para calcular el perjuicio, el salario mínimo vigente para la época de ocurrencia de los hechos”.
No obstante, con esa objeción, no es posible saber cuál fue el motivo determinante del rechazo de las facturas: si porque fueron “obtenidas en la industria del mismo demandante, lo que mal puede ser órgano de convicción…”, afirmación del juzgador contraria a la verdad, “pues no está probado en el proceso que el Taller … sea de propiedad del mismo demandante”; o si porque se trata de “facturas a guisa”; faltó en la glosa de los falladores cuáles son las “formalidades” que extrañan, “no se sabe cuál es la condición jurídica que el fallo les atribuye a los documentos cuestionados” ni cuáles las normas en donde esos requisitos se consagran.
El ad quem desacertó gravemente -dice- en la apreciación del acta de inspección judicial practicada en el “Taller de Artesanías y Artes Gartner”, modesta industria de la familia Gartner Giraldo a la cual el demandante prestaba sus servicios como “distribuidor”, del listado de clientes de dicho taller, de la “facturación” de los tres últimos meses de trabajo de Fernando Prado antes del accidente, y de la experticia en que los peritos reconocen pleno valor a los documentos anteriores.
El tribunal, pues, descalificó esas pruebas, allegadas en tiempo y de manera regular, con censuras imprecisas, sin mencionar un solo soporte legal, excepto el artículo 174 del código de procedimiento civil, afirmando que el promedio de ingresos por comisiones “parte de un supuesto de precios de fábrica y de venta no probados de manera regular, como lo exige el Art. 174 …, pues en verdad, las referidas facturas en que se apoya la pericia carecen de autenticidad (y de firma varias de ellas) …”, siendo que ya había dicho que el dictamen tuvo como base las pruebas legalmente aportadas al proceso. Mas, observa, la disposición citada por el tribunal no sirve para sustentar la falta de autenticidad que pretende imputarle a la facturación, pues ésta no regula lo concerniente a las formalidades que debe reunir el documento sino la forma y oportunidad de su recaudo, y las copias allegadas a través de la inspección judicial gozan del amparo dispuesto en el artículo 254 (num. 3) del código de procedimiento civil y de la presunción de autenticidad que les atribuye el artículo 25 del decreto 2651 de 1991. Además, el que haya extrañado la ausencia de comprobantes adicionales, indica que el tribunal no entendió la forma como operaba Fernando frente al taller, dentro del marco del “contrato estimatorio”, “donde dicho taller no le pagaba a aquél una comisión por ventas, como sucede con el corretaje, sino que el cliente le pagaba a Fernando y éste le trasladaba al taller lo que le correspondía, ejercitando su ‘… derecho a hacer suyo el mayor valor de la venta de las mercancías…’, conforme a la atribución” del artículo 1377 del código de comercio. Por tanto, no podían existir comprobantes de pagos por concepto de comisiones del taller a Fernando. “El único compromiso del Taller con Fernando Prado era su obligación laboral de pagarle el salario mínimo y el resto de sus ingresos provenían de la mencionada diferencia de precios, típica del contrato Estimatorio, que obviamente no generaban comprobantes de pago”.
A lo que añade, que “la diligencia de Inspección y los documentos allegados durante la misma, que constituían la prueba de los ingresos variables del actor, fueron desestimados por el H. Tribunal”, aunque no “porque tales pruebas hubieran pasado inadvertidas para el ad quem, desde luego que de ellas, como se ha visto, se hace mención expresa en la sentencia, sino porque al desacertar en la apreciación de aquellas, dedujo equivocadamente que eran ineficaces” (subrayas ajenas al texto).
El manifiesto yerro fáctico en que se incurrió produjo una condena irrisoria e inequitativa al haber rechazado los $672.232,oo de ingresos variables de conformidad con el dictamen pericial, infringiendo las normas de derecho sustancial indicadas en la formulación del cargo.
Solicita, en consecuencia, casar la sentencia y en la sustitutiva hacer nueva liquidación incluyendo aquellos ingresos de que dan cuenta la “facturación” y el dictamen, y utilizando la vida probable de 29.32 años certificada por el Dane. Subsidiariamente, en el evento de desestimar la “facturación”, al menos efectuar la liquidación utilizando la vida probable de los 29.32 años, todo con corrección monetaria.
Tercer cargo
Echase en cara al sentenciador el quebrantamiento, por falta de aplicación, de los artículos 1613, 1614, 2341, 2343, 2356 (inc. 1°) del código civil, artículos 991, 992, 994 (inc. 2°) y 1003 del código de comercio, a consecuencia de error de derecho por infringir normas probatorias así: por apreciación errónea el art. 174 del código de procedimiento civil, y por falta de aplicación los artículos 25 del decreto 2651 de 1991 y 274 del código de procedimiento civil.
Lo soporta diciendo que la sentencia impugnada parte del supuesto de que los precios de fábrica y de ventas no fueron probados de manera regular, como lo exige el art. 174 del código de procedimiento civil, pues las facturas en que se apoya la pericia carecen de autenticidad (y de firma varias de ellas), no obstante que al mencionar el dictamen dijo que esas pruebas habían sido legalmente aportadas al proceso; pero a la postre el juzgador afirma que los precios de fábrica y de venta “no fueron probados de manera regular como lo exige el art. 174 C.P.C.”. Sin embargo, las exigencias de esa norma se cumplieron a cabalidad, por cuanto las pruebas se allegaron en forma regular en la diligencia de la inspección judicial y en tiempo oportuno durante la etapa probatoria.
En torno a la autenticidad, el tribunal contrarió lo dispuesto en el artículo 25 del decreto 2651 de 19991 entonces vigente, pues “los documentos presentados por las partes para ser incorporados a un expediente judicial, (…) se reputarán auténticos sin necesidad de presentación personal ni autenticación”; y el art. 254 del código de procedimiento civil dispone que tendrán el mismo valor probatorio del original las copias compulsadas en el curso de inspección judicial. “El haber ignorado el H. Tribunal, y el haber apreciado mal las pruebas que se mencionan en el cargo segundo, lo condujo al error de sostener que la facturación recaudada durante la inspección judicial debía desestimarse”.
Consideraciones
La lectura de los cargos que resumidos han quedado permite establecer claramente que la segunda de las acusaciones allí propuestas, montada en la comisión de errores de hecho, viene fraccionada en dos partes cabalmente distinguibles: una, cuyo soporte es el mismo del cargo primero, cual adelante habrá de precisarse, y la otra, que no es más que lo alegado en el tercero.
De manera que, tal como se anunció, lo más provechoso es despacharlos a un tiempo, pues al cabo de todo, lo que llegue a decirse al despachar cada una de las zonas del cargo segundo -salvo algunas anotaciones al margen- involucrará en su caso uno de los otros dos cargos.
En efecto, la parte en que protesta la pretermisión de las tablas de mortalidad certificadas por el Dane y la Superintendencia Bancaria en el propósito de cuantificar la indemnización reconocida a favor del demandante, con vista en las cuales el cálculo pertinente ha debido efectuarse sobre la base de 29,32 años de esperanza de vida, corresponde en sustancia a la disputa que viene planteada en la primera acusación, en cuanto se tilda de inarmónico el fallo por omisivo.
Y la que condena el no haberse incluido en ese cálculo total el promedio de las comisiones que devengó en el trimestre que precedió al accidente, igual es la que se reprueba en el cargo tercero, aunque sobre la base de un error de derecho.
A la vista de lo anterior, obligado resulta sin pérdida de momento adentrarse en la primera de las alianzas reseñadas, anotando de antemano sobre ella, eso sí, que ni con mucho sería posible predicar la presencia del vicio de construcción procesal que a la sentencia se achaca, como tampoco cabría sostener que anida en las conclusiones que al respecto extrajo el tribunal el yerro denunciado.
Pues, resueltamente, el juzgador no fue omiso al abordar la polémica atinente a cuál había de ser el número de años que debían tomarse como base para el cálculo del lucro cesante; y al punto es así, que el impugnador, tras el escueto señalamiento de que hubo sentencia disonante, no pasa de protestar la forma en que aquél acabó soltándolo, afirmando sencillamente que ese monto debió ser más elevado, lo que por definición repele toda inconsonancia del fallo acusado en casación, tanto más si, como se observa en el presente caso, el juzgador acogió una de las alternativas que en la demanda le fueron ofrecidas.
Y, en verdad, así se desprende de los términos en que habló al estudiar la problemática aludida, optando por tasar la indemnización con base en el número de trece años: los que al actor restaban de vida según lo expresó sin mayor prevención; y aunque en ello puede saltar la idea de que al pronunciarse acerca de esa porción del litigió afincó sus apreciaciones sobre la base de que esto era lo que se despuntaba de las tablas que se dicen preteridas, lo cierto es que elementos hay que indican que sus conclusiones las fundó más en el dictamen que en cualquier otro medio probatorio, incluso que las tablas mismas.
Lo que conduce a concluir, entonces, que si esto fue así y las dichas apreciaciones periciales no riñen abiertamente con la realidad de las cosas, no pudo haber incurrido el tribunal en un error de la magnitud necesaria para permitir el quiebre del fallo impugnado, pues en últimas es razonable pensar, como a buen seguro lo tuvo en mente el juzgador, que el paso de los años para una persona dedicada al oficio de agente viajero, el que de tiempo atrás ocupaba al demandante, alguna mella habría de ocasionar en su capacidad productiva.
Y en pos de ponerlo de relieve, precísase memorar cómo, ciertamente, al determinar el período en que debía tasarse la indemnización que por lucro cesante buscaba cuantificar, el ad-quem acogió la base que sobre el aspecto dicho le brindaba, según fueron sus palabras, el dictamen visible a folios 909 y siguientes del cuaderno 2, al cual se hizo mención, asunto respecto del cual elucidó como sigue:
“Así, entonces, es el salario mínimo el factor que debe tenerse en cuenta para calcular los ingresos que el demandante ha dejado y dejará de percibir y que por lo tanto constituyen el perjuicio por lucro cesante causado, el cual siendo en cuantía de $203.826,oo mensuales para el momento en que se profiere la presente sentencia, deberá ser multiplicado por 12 meses del año, y este producto por los 13 años de vida probable que dictaminaron los peritos con base en las tablas del DANE y la acogida por la Superintendencia Bancaria ...” (subrayas de la Corte).
Ello y nada más, pero tampoco menos, salvo la alusión que en otro contexto hizo en referencia a ese mismo punto cuando tocó lo relativo a los perjuicios morales, fue cuanto pronunció en relación con el particular; es decir, tras averiguar cuál era el ingreso mensual del demandante a la época del hecho, calculó el anual mediante una operación aritmética simple (multiplicando ese rubro por doce meses) y ese resultado a su vez multiplicó por trece, que, según lo entendió, correspondía razonablemente a la esperanza de vida productiva que todavía tenía el actor conforme habíase dejado acentuado en la pericia.
No obstante, auscultadas las conclusiones periciales, no es sino penetrar en la manera en que los expertos hablaron para advertir que en sus apreciaciones mostraron mayor interés por la ley que por las tablas al determinar cuál sería el tiempo por el que habría de calcularse la indemnización; evidentemente, aunque en la pesquisa de esa probabilidad de vida aseguraron sin rodeos estarse a las tablas elaboradas por el Dane (fls. 296 y sgtes. del Cdno. 2) y por la Superintendencia Bancaria (fls. 900 y sgtes. del mismo cuaderno), es muy de notar también que al concluir que los años que debían tomarse como base para el calculo eran trece -y no un número mayor- no fueron de ningún modo ajenos al influjo que en la operación pertinente tenía la legislación laboral, cumplidamente la "ley 100 de 1994", como dieron en denominarla, aludiéndola como aquella "que fijó como edad de jubilación para los hombres la edad de 60 años", lo que estimaron concluyente para señalar que si "el demandante tenía 47 años de edad al momento del accidente, en consecuencia le faltaría (sic) 13 años para llegar a los 60, edad establecida en nuestra legislación para la jubilación".
Y si el planteamiento lo hicieron en torno a la edad de jubilación, que no propiamente al total de la vida probable, cosas harto distintas, es de sindéresis pensar, entonces, de acuerdo con el modo en que se expresaron, que auncuando dijeron forjar esa precisa conclusión apoyándose en dichas cosas, tales las tablas y la ley, al cabo de todo ello no fue tanto así; pues a la postre salta incontestable que sólo a esta última se aferraron; y tal parece que no fortuitamente, sino en forma consciente, pues no de otra manera podría explicarse la alusión puntual y explícita a la "edad de jubilación", en contraste con el silencio que guardaron respecto de las tablas, las que apenas si nombraron para corroborar su dicho, aunque sin caer en la cuenta de que éstas por ninguna parte registran cuál es la probabilidad de vida productiva de una persona.
Por modo que, vistas las cosas desde ese ángulo, no cabría tildar al tribunal de contraevidente si en últimas, como se anotó, lo que vino compartiendo en fin de cuentas al soltar esa zona del litigio, fue exclusivamente la conclusión pericial; que si bien de primera intención prestaríase a la confusión, es patente que con un escrutinio riguroso fácil puede despejarse; esto es, aquella según la cual, con prescindencia de las susodichas tablas, cuyo contenido refiere a la vida probable de la población colombiana entre los períodos allí señalados y no a la edad de jubilación, el litigio, en lo que a dicho aspecto concierne, debe definirse con arreglo a la edad de jubilación establecida por la ley a los 60 años para un varón, asunto en que, de acuerdo con el discurrir que líneas atrás venía ensayando, el tribunal ya tenía puesta su atención.
En efecto, a pesar de que no se entregó a comprobar en las tablas la verdad de lo dicho por los peritos, pues asumió, sin verificarlo, que las conclusiones largadas por éstos debían consultar tanto los dichos medios probativos como la ley, al punto que de allí ningún esfuerzo más realizó con miras a despejar aquel tópico, lo cierto es que, con todo y esa divergencia apreciable a golpe de vista, al argumentar de ese modo anduvo admitiendo algo cuyas trazas ya había alcanzado a dar en su discernimiento: aquello de que la indemnización había atarse al resto de días productivos que al actor quedasen. Razones de variada índole mueven a la Corte a colegirlo así; resaltando entre ellas principalmente el que, cual se acotó en otro lugar, desde el mismo instante en que abordó la temática relacionada con el daño y su indemnización, dio señales suficientes para comprender que en la mente siempre tuvo la idea de que así fuese.
Como bien se aprecia del extracto de la de la sentencia, el perjuicio y su cuantía fueron cuestiones que examinó por aparte; por un lado encaminó su averiguación a establecer el daño físico propiamente dicho, con énfasis en la pérdida de la capacidad laboral del actor, y por el otro a concretar, con mira en esa pérdida de funcionalidad anatómica previamente determinada, la extensión del perjuicio económico que de allí derivó para él. Así que, a vuelta de esclarecer lo atinente a la pérdida funcional, basilar en la labor que enseguida abordaría, pasó a examinar cuál había de ser la indemnización, temática en que se ocupó exclusivamente del referido al lucro cesante.
Y anotó:
"6.3. Como quiera que el demandante de manera total perdió su capacidad de trabajo, (...) y derivaba de su actividad de agente vendedor el ingreso económico para el sostenimiento propio y de su familia, como lo relatan los testimonios recepcionados, de tal situación y del monto de lo devengado ha de partirse, a efectos de proyectar o calcular el monto de los ingresos que con ocasión de su incapacidad ha dejado y dejará de percibir, en lo cual se traduce el perjuicio por lucro cesante demandado" (sublíneas ajenas al texto).
Brota de allí innegable que al establecer el perjuicio, el sentenciador expuso en forma lineal el criterio de que el punto de partida para cualquier operación que fuere a realizarse, habría de arrancar inflexiblemente de la posibilidad de que el actor tuviera aptitud física para ejercer la actividad económica que antes de los hechos desempeñaba y de la cual derivaba su sustento; lo que indica que, en ese propósito desechado quedaba que cupiese indemnización en el tiempo en que aquél no fuese productivo.
Tal vez fue en razón de ello que al acercarse más a la materia llamó la atención sobre los motivos por los cuales el a-quo se apartó de las conclusiones periciales apreciadas en el dictamen obrante a folios 905 y siguientes del Cdno.2, donde si bien los expertos hicieron pie en el "promedio de vida activa" del demandante para calcular el lucro cesante, descartó, como lo había hecho el juez, que allí pudiesen incluirse las cifras que por concepto de comisiones decía devengar el actor al momento del accidente.
Pero, es notorio, en lo que respecta al término de vida probable no hizo ninguna objeción; situación que desde luego hace ecuación con la forma en que remató el punto, acogiéndose sin explicación expresa, como viene de decirse, a los trece años que pensó, afirmados por los peritos que correspondían a lo indicado en las tablas.
Para recapitular, el tribunal, fijando la vista en las pruebas, incluida la pericia, tomó de ésta el número de años que a su juicio era el razonable por corresponder a la vida laboral o productiva probable de la víctima. Así que no es que haya pretermitido la prueba o la hubiera alterado. Simplemente, que dentro de ella eligió razonadamente, y eso mismo hace que lo discutido por el censor no haya en realidad acontecido. Y si en lo que atañe a esta franja específica del litigio, el tribunal no cayó en un yerro estruendoso, el cargo no ha de medrar. Como tampoco lo hará en lo que tiene que ver con la otra parte también impugnada en esta acusación, pues, como enseguida ha de notarse, acá la censura, a más de pecar contra la técnica del recurso, adviene infundada.
Porque, a la verdad, falencia técnica es encarar al tribunal, como se hace en el cargo segundo, afirmándose que cometió error de hecho en la apreciación de las pruebas, al deducir “equivocadamente que eran ineficaces” (fl. 17 Cdno. de la Corte), presentando un discurso enfocado básicamente hacia la autenticidad de los medios probativos allí referidos, siendo que, como bien lo ha dicho la jurisprudencia de la Corporación, proceder de tal naturaleza no podría llegar a configurar error de laya semejante, en tanto que no roza con la materialidad de las pruebas sino con las normas que gobiernan dicho ámbito.
Al paso que, ya en cuanto al cargo tercero, denótase cómo, confrontándose al tribunal por error de derecho, en el desarrollo de esa censura se expresa apenas que éste apreció mal las pruebas “que se mencionan en el cargo segundo”, omitiendo, sin explicación, singularizarlas o controvertirlas, así como que, como es ampliamente conocido, en casación “cada uno de los dos errores, el de hecho y el de derecho, asume una entidad específica propia, en cuya virtud no pueden confundirse ni hacerse derivar el uno del otro, ‘no puede hacerse de estos dos errores un compuesto. Quiere decir que el recurrente, como acusador que es de la sentencia de segunda instancia, está obligado a proponer cada cargo en forma concreta, completa y exacta, para que la Corte, situada dentro de los términos de la censura y en congruencia con éstos, pueda decidir el recurso sin tener que moverse oficiosamente a completar, modificar o recrear la acusación planteada sin acierto, lo cual no entra en sus poderes’” (G.J. t. CVII, pág. 86)
Por supuesto, carencias como las anotadas bastarían por sí para el naufragio de las censuras. Empero, de ser posible estudiarlas de fondo, tendríase, así y todo, que no se hayan asistidas de razón, como pasa a verse.
Iniciando porque la consideración del tribunal de que las facturas carecen de autenticidad, no debe mirarse en forma insular, como lo sugiere el recurrente, sino como parte de lo discurrido acerca de su mérito demostrativo. Díjose, a ese respecto: “(…) las referidas facturas en que se apoya la pericia carecen de autenticidad (y de firma varias de ellas), no tienen registro contable alguno, no aparecen comprobantes de ingreso ni de forma de pago de los valores por las ventas efectuadas. En suma, son un conjunto de papeles desarticulados y sin responsable determinado de su creación, razón por la cual, no podían producir en los peritos ni en el juez certeza de las comisiones alegadas”.
Evidentemente, cotejado el contenido de las predichas "facturas", adviértese cómo a pesar de haber sido aportadas por Clara Gartner Giraldo, quien afirmó que se habían expedido por “la industria artesanal” visitada, no reflejan en forma contundente que así haya sido, pues están en formatos genéricos, sin mención del nombre y apellido o la razón social de quien supuestamente las expidió, carecen de talonarios uniformes previamente impresos en medios litográficos o tipográficos alusivos a esa titularidad, con numeración consecutiva y la firma de algún responsable de quien las exhibió, la cual en las diligencias fungía de tercero en relación con la litis; a lo cual ha de agregarse que, cual lo percibió el tribunal, tampoco tienen otro tipo de soportes contables.
Y todo eso fue cuanto echó en falta el tribunal para concluir que las mismas carecen de autenticidad, expresión que si bien no era la más adecuada dada la afirmación -no controvertida- de que provenían de la “industria artesanal”, lo decisivo es que, analizadas a la luz de lo que esos medios demostrativos enseñan, de ninguna manera dan pauta para predicar en la reflexión del juzgador un error mayúsculo, que es, como se sabe, el que caracteriza el yerro de facto que abre paso a la casación.
De allí que reprochar la labor sentenciadora del tribunal al rehusarle autenticidad a dichos documentos es notoriamente infundado, pues del contexto en que viene explanada esa consideración emerge palmario que el juzgador se refería a las deficiencias anotadas y a la falta de respaldo en otras pruebas, que apocaron el poder de convicción de los mentados papeles así esgrimidos y no propiamente a la aludida formalidad.
Conclusión similar es la que se desprende de la consideración hecha por el ad quem al decir que coincide con el a quo “en el sentido que el promedio de ingresos por comisiones señalado por los peritos, parte de un supuesto de precios de fábrica y de venta no probados de manera regular como lo exige el art. 174 del C. de P. C.”. Con ello el juzgador, que a la verdad califica inapropiadamente los fenómenos probatorios, según se vio también hace un momento, no estaba afirmando que las pruebas fueron indebida o extemporáneamente allegadas al proceso, sino que los alegados precios no fueron acreditados, asunto en que hizo énfasis en el hecho de que, si pretendíase que la indemnización se extendiera hasta cubrir las comisiones, insoslayable era a la parte demostrar esos supuestos, pues toda decisión judicial debe fundarse en pruebas que así lo indiquen, regular y oportunamente allegadas. Lo echado de menos por el tribunal fueron las pruebas demostrativas de los hechos en ese sentido expuestos por el demandante, no irregularidades o extemporaneidades que le atribuye el censor.
Ahora, cuanto al error de hecho denunciado por la errada apreciación de la inspección judicial, del listado de clientes, la facturación y el dictamen pericial, que condujo al tribunal a rechazar los pretendidos ingresos variables, descúbrese que la censura no es cabal; en realidad, parcial e incompleto es dicho ataque al mencionar tan solo esas pruebas en la creencia infundada de que el a-quo, cuyo planteamiento sobre el punto abrazó sin objeción el sentenciador, no tuvo a la mano más que esos medios probatorios para no incluir en la indemnización el promedio de comisiones.
Así que cuando dudó de la veracidad de lo afirmado en la demanda en cuanto a esos ingresos, lo hizo al ver que del expediente afluía la condición de dueño del taller donde los documentos tuvieron origen, lo que lo condujo a dudar igualmente de la veracidad del hecho afirmado; y en ello es de destacarse que la copia de la versión que el demandante dio ante el Instituto Nacional de Transporte con ocasión de la investigación que dicho ente adelantó respecto del accidente, aportada, por cierto, con la demanda (fl. 33 Cdno. 1°) donde afirmó: “yo vivo en Medellín donde tengo una pequeña fábrica y vengo a traer mi mercancía a Tunja, Paipa, Sogamoso, Duitama, Chiquinquirá y otras”, no traduce algo diferente; como tampoco puede negarse de lo que en forma coincidente dijo el testigo José Vicente Vinueza (fls. 85 vuelto y 86): “El motivo de esta (declaración) es sobre el accidente que tuvo Fernando Prado, (…) cuando él se iba a vender sus mercancías a Duitama, pues yo supe de la siguiente manera, nosotros habíamos hecho una reunión el sábado anterior al accidente en la cual estaba Fernando Prado, Eduardo Combariza, mi señora y yo, él nos contó que viajaba el martes a Duitama el martes siguiente, él tiene una pequeña industria de pesebres, santos, vírgenes (…). Yo lo he conocido como un agente vendedor cuando yo lo conocí hace unos treinta años él trabajaba como tal en un almacén de artículos electrodomésticos, luego en Publicar que es una subsidiaria de Carvajal y desde allí en su negocio particular él era el encargado de viajar por todo el país vendiendo sus artesanías o productos” (las sublíneas no pertenecen al texto).
Manifestaciones que, a propósito, armonizan con lo expresado por Inés Riveros de Vinueza (folio 85), Silvio Fernández Valencia (folio 87), Eduardo León Combariza Herrera (folio 88) y Tomás Horacio Herrera (folio 137) al referirse a la actividad económica que desarrollaba el demandante; de modo que, ante una perspectiva probatoria como la reseñada, aunada al hecho de que, justamente, el apellido de la cónyuge del actor es Gartner, ¿cómo predicar un grueso error en la conclusión de los juzgadores?
Reproche apenas comparable con el anterior merece el argumento traído a última hora, obviamente, no admisible en casación por esa circunstancia, consistente en que entre el actor y la factoría había un contrato comercial de consignación o, llámaselo en la acusación, "estimatorio", en que la industria artesanal como consignante y él como consigantario de la mercancía, tenía el derecho a hacer suyo el mayor valor de la venta, razón por la que no aparecen causadas ni pagadas las comisiones. No obstante, destácase, una relación contractual de tal naturaleza no fue mencionada en la demanda introductoria del proceso ni mucho menos probada en las instancias, porque contrario a tamaño decir, en el libelo está explícita la expresión de que “Fernando Prado Bravo se desempeñaba recorriendo el país como agente vendedor de una industria familiar denominada Taller de Artesanías y Artes Gartner, con sede en Medellín, (…) devengaba $35.310,oo de salario básico, más comisiones del treinta y cinco por ciento (35%) sobre las ventas” (fl. 51 Cdno. 1).Resta solamente analizar la crítica que formúlase en la censura frente a la contemplación que el juzgador hizo del listado de clientes de la industria, de las "facturas" y los testimonios que refuerzan el valor probatorio de las mismas, y del dictamen pericial, todas probanzas con las que se acreditó cuál era el verdadero ingreso mensual del demandante.
Cuanto a la referida lista de clientes, que se dice, consiguió Fernando para el negocio, obsérvase que nada indica que ese logro, si así pudiera catalogarse, es algo incompatible con el cariz laboral de su relación con la empresa, ni mucho menos que la clientela, como elemento intrínseco del establecimiento de comercio, fuese un valor que pecuniariamente estuviese en el patrimonio del demandante; al punto que bien podría deducirse del mismo, entre otras posibilidades, que como las ventas repercutían era a favor de la empresa, la retribución por la consecución de ésta para Fernando inmersa se hallaba dentro de las prestaciones que a éste se cancelaban. De allí, entonces, que no sea predicable un error con las connotaciones requeridas en casación en lo que hace a dicha prueba.
Lo mismo que sucede con las “facturas”, medios probatorios cuyas carencias demostrativas quedaron atrás anotadas, pues al margen de que no se individualizan -lo que implica de paso la ausencia de confrontación-, nótase que aquello que constituyó justamente el motivo que impidió al juzgador de instancia otorgarles la suficiente fuerza de convicción, fue, concretamente, al decir del a-quo, que provienen de la industria del demandante.
Y la “abundantísima prueba testimonial” que según el censor corrobora lo mostrado por las “facturas”, quedó por verse; tanto que huérfano quedó el cargo de la individualización y análisis de los respectivos testimonios, igual que desierta la confrontación con el parecer del fallador sobre su valor demostrativo.
Para terminar, por lo que refiere al rechazo del dictamen en el punto de los controvertidos ingresos, éste resulta obvio, visto que viene basado en la fuerza de convicción de las “facturas” y los testimonios, elementos de prueba que, como se anotó, a la hora de evaluar el punto fueron descartados.
Secuela de lo discernido es que los cargos analizados no alcanzan prosperidad.
IV.- Decisión
En virtud de lo explanado, la Corte Suprema de justicia, Sala de Casación Civil, administrando justicia en nombre de la República y por autoridad de la ley, no casa la sentencia de fecha y procedencia preanotados.
Sin costas en el recurso extraordinario.
Notifíquese y devuélvase el expediente al tribunal de procedencia.
JORGE ANTONIO CASTILLO RUGELES
MANUEL ISIDRO ARDILA VELÁSQUEZ
CARLOS IGNACIO JARAMILLO JARAMILLO
JOSÉ FERNANDO RAMÍREZ GÓMEZ
SILVIO FERNANDO TREJOS BUENO
CÉSAR JULIO VALENCIA COPETE