Decide la Corte el recurso de casación interpuesto por la parte actora contra la sentencia proferida el 9 de junio de 2004, por la Sala Civil – Familia y Agraria del Tribunal Superior del Distrito Judicial de Cundinamarca, dentro del proceso ordinario promovido por TRINIDAD VALERO DE CASTAÑEDA contra JOSÉ ALIRIO HERNÁNDEZ, MARILÚ OTÁLORA DE MELÉNDEZ, HENRY, WILLIAM y JOSÉ MANUEL MELÉNDEZ OTÁLORA.
1. La actora, actuando en calidad de heredera de Aristides Valero Espitia, reclamó, de manera principal, que se efectuaran las siguientes declaraciones: a) que pertenece a la sucesión del mencionado causante el “dominio pleno y absoluto” del lote de terreno y las edificaciones en él construidas, ubicado en la calle 5ª No.6-51/53/59 del municipio de Villeta (Cund.) e identificado por los linderos consignados en la demanda; b) condenar al demandado José Alirio Hernández a restituir a la aludida sucesión el bien antes reseñado, junto con las cosas que de él forman parte y con todos sus aumentos y frutos percibidos desde el 30 de enero de 1988, hasta la fecha en que se realice tal restitución o, en su defecto, que se le ordene cancelar su valor, como también a pagar el monto en que se hubiese enriquecido por las enajenaciones o deterioros del referido bien relicto; c) que es inoponible e ineficaz para la mencionada sucesión la transferencia efectuada a través de la escritura pública No.048 del 30 de enero de 1988, por Marilú Otálora de Meléndez, William, Henry y José Manuel Meléndez Otálora a favor de José Alirio Hernández de las cuotas herenciales que en dicho sucesorio les fueron adjudicadas sobre el sobre el 50% de la nuda propiedad y el usufructo del inmueble ubicado en la calle 5ª No.6-43/63, al que corresponde la matrícula inmobiliaria No.1560013618 e identificado por los linderos reseñados en el escrito genitor; d) que es inoponible e ineficaz frente a la sucesión en referencia la adjudicación realizada a José Alirio Hernández, en el proceso divisorio que éste adelantó contra Luis Antonio Valero Espitia, aprobada mediante la sentencia proferida por el Juzgado Civil del Circuito de Villeta, el 29 de julio de 1993; e) ordenar cancelar los gravámenes inscritos sobre el bien objeto de la reivindicación, las transferencias de su dominio y limitaciones al mismo efectuadas con posterioridad a la inscripción de la demanda, al igual que disponer el registro de la sentencia que se profiera en la oficina de Instrumentos Públicos respectiva.
De igual modo, en subsidio de la pretensión del literal b), pidió condenar a los demandados a restituir a la sucesión de Aristides Valero Espitia el precio recibido por la enajenación del predio allí referido y a indemnizarle los perjuicios causados.
2. Los reseñados pedimentos están apuntalados en la situación fáctica que a continuación se compendia.
2.1 En la sentencia proferida el 28 de abril de 1989, por el Juzgado Civil del Circuito de Villeta, la actora fue declarada hija extramatrimonial del causante Aristides Valero Espitia, habiéndose dispuesto que ese pronunciamiento surtía efectos patrimoniales frente a Marilú Otálora de Meléndez, Luis Antonio Valero Espitia y José Manuel Meléndez. Dicho fallo fue confirmado por el Tribunal el 23 de abril de 1991.
2.2 En la sucesión del mentado causante fue inventariado, entre otros bienes, el inmueble ubicado en la calle 5ª No.6-43/63 del municipio de Villeta, el cual, en la partición aprobada en sentencia del 9 de mayo de 1983, fue adjudicado en común y proindiviso, en las proporciones siguientes: a) el 50% del derecho de dominio para Luis Antonio Valero Espitia, b) el 50% de la nuda propiedad para José Manuel, William y Henry Meléndez Otálora y el derecho de usufructo sobre esta mitad del predio a Marilú Otálora Meléndez.
2.3 Estos últimos adjudicatarios, mediante la escritura pública No.048 del 30 de enero de 1988, enajenaron a José Alirio Hernández los derechos de nuda propiedad y de usufructo que les fueron adjudicados en el aludido sucesorio.
2.4 El adquirente adelantó un proceso divisorio contra el comunero Luis Antonio Valero Espitia, al cabo del cual fue aprobado el respectivo trabajo de partición, en el que a aquél le fue adjudicado el lote de terreno descrito en el hecho octavo de la demanda.
2.5 La enajenación del predio en cuestión al señor Hernández fue realizada por herederos aparentes, razón por la cual no le es oponible a la demandante, en su condición de heredera de mejor derecho de Aristides Valero Espitia. Además, dicho comprador no ha adquirido el dominio del bien por el fenómeno de la prescripción.
3. La admisión de la demanda fue notificada personalmente al demandado José Alirio Hernández, quien se opuso a las pretensiones aduciendo que adquirió el bien de buena fe y de sus legítimos propietarios con antelación a que la actora fuera declarada hija extramatrimonial del causante Aristides Valero Espitia, amén que ésta no lo convocó al juicio de filiación. Así mismo, propuso los medios defensivos que denominó “falta de responsabilidad (sic) en la causa por parte del demandado” y “no acreditar la demandante título idóneo anterior, al que posee el demandado”. Los restantes opositores fueron emplazados, habiéndoseles designado curador ad litem, quien también se opuso a la reclamación y adujo en defensa de sus representados la falta de legitimación en la causa por pasiva y la prescripción de la acción ordinaria.
La primera instancia culminó con la sentencia proferida por el Juez Promiscuo de Familia de Villeta, el 18 de marzo de 2003, en la que resolvió: a) declarar no probada la falta de legitimación en la causa y la prescripción de la acción; b) declarar probadas “las excepciones” denominadas “falta de responsabilidad en la causa por parte del demandado” y “no acreditar la demandante título idóneo anterior, al que posee el demandado”; c) negar las pretensiones de la demanda; d) declarar no fundada la objeción formulada por la actora a la experticia rendida en el proceso; d) condenar a José Alirio Hernández a cancelar a la sucesión Valero Espitia el precio tasado en el dictamen pericial, como valor correspondiente al derecho representado en el inmueble pretendido, el que le fuera adjudicado a la señora Trinidad Valero de Castañeda dentro de la refacción del trabajo de partición en el aludido sucesorio”.
5. El Tribunal revocó la reseñada decisión y, en su lugar, resolvió: a) declarar probada la excepción de “error común creador de derecho” y, subsecuentemente, negar la primera pretensión de la demanda y los pedimentos subsecuentes; b) condenar a Marilú Otálora de Meléndez y a José Manuel Meléndez Otálora a restituir, cada uno de ellos, a la sucesión Valero Espitia, la suma de $10.542.770.oo, por concepto del precio recibido por la enajenación del derecho de usufructo y cuota parte de la nuda propiedad referida en la demanda; c) declarar improcedente la reclamación económica planteada respecto de William y Henry Meléndez Otálora, en cuanto éstos no fueron vinculados a los efectos patrimoniales de la declaratoria de filiación extramatrimonial de la actora.
SENTENCIA DEL TRIBUNAL
1. El sentenciador aseveró que de la demanda afloraba que la actora -heredera prevalente- reclama, de manera principal y en ejercicio en ejercicio de la facultad conferida por el artículo 1325 de Código Civil, la reivindicación del inmueble radicado en su cabeza frente al tercero poseedor y propietario inscrito, quien adquirió el bien de manos de los herederos putativos; subsidiariamente pide que, en caso de que fuere imposible o difícil realizar la reivindicación jure hereditario, se condene a los demandados a restituir a la sucesión lo que hayan recibido por la enajenación, con indemnización de los perjuicios causados, en la cuantía que resultare probada en el litigio; luego es patente que ejerce la acción prevista en el inciso 2º del citado artículo 1325, en concordancia con lo normado en el artículo 1324 Ibídem.
2. Abordó seguidamente el estudio de la pretensión reivindicatoria y empezó por dejar en claro que en la acción prevista en el artículo 1325 del Código Civil, la legitimación en la causa por activa radica en el heredero prevalente o concurrente, según el caso; y, por pasiva, en el tercero poseedor adquirente del heredero putativo, reflexión que amplió con la trascripción de un fragmento de la sentencia proferida por la Corte el 19 de julio de 1978.
Dicho esto, entró a examinar el haz probatorio y advirtió que Aristides Valero Espitia otorgó el testamento recogido en la escritura pública No.1259 del 26 de abril de 1979, sin disponer en él de la totalidad de sus bienes, y que aquél falleció el 3 de junio de 1979 sin dejar ascendencia ni descendencia, cuestiones que dieron lugar a que su sucesión fuera tramitada en parte testada y parcialmente intestada. Agregó, así mismo, que en la partición efectuada en el aludido sucesorio fue adjudicado el inmueble ubicado en la calle 5ª No.6-43/63 del municipio de Villeta, adquirido por el causante mediante escritura pública No.1605 del 14 de junio de 1948, de la siguiente manera: el 50% de la plena propiedad a Luis Antonio Valero Espitia, en comunidad o indivisión con José Manuel, William y Henry Meléndez Otálora, a quienes les fue adjudicada la nuda propiedad del restante 50% del bien y el derecho de usufructo le fue asignado a Marilú Otálora de Meléndez. Dicho trabajo fue inscrito el 9 de febrero de 1984, en el folio de matrícula inmobiliaria del referido bien.
Del mismo modo, refirió que mediante la escritura pública No.611 del 15 de agosto de 1987, José Manuel, William y Henry Meléndez Otálora y Marilú Otálora de Meléndez vendieron a José Alirio Hernández, la nuda propiedad y el derecho de usufructo de los que eran titulares sobre el 50% del predio en discusión, transferencia de dominio que conforme a la anotación respectiva no fue registrada, y que fue declarada sin valor y efecto jurídico en la escritura pública No.048 del 30 de enero de 1988, según lo atestó el notario en el folio 12 vuelto de dicho instrumento. Igualmente, señaló que la reseñada negociación fue recogida nuevamente en la última escritura en mención, la cual fue registrada en el folio de matrícula inmobiliaria correspondiente al bien en litigio.
De la escritura pública No.0876 del 16 de septiembre de 1993 infirió que José Alirio Hernández demandó la división material del predio que adquirió en la negociación antes reseñada, litigio al que convocó al comunero Luis Antonio Valero Espitia, habiéndosele adjudicado a aquél en la partición respectiva, una porción de terreno del bien, al que le fue asignada la matrícula inmobiliaria No. 156 – 61600, desmembrada de la matrícula matriz No.156 0013618.
De otro lado, acotó que en la sentencia proferida el 28 de abril de 1989, por el Juzgado Civil del Circuito de Villeta, la actora fue declarada hija extramatrimonial del causante Aristides Valero Espitia y, subsecuentemente, ordenó reformar el testamento otorgado por aquél, determinación que el Tribunal confirmó en su fallo del 23 de abril de 1991. Así mismo, sostuvo que tal pronunciamiento cobró firmeza el 4 de agosto de 1992, fecha en que la Corte desató el recurso de casación interpuesto contra la decisión de segunda instancia. En ese orden de ideas, la condición de heredera prevalente convierte en herederos putativos a los adjudicatarios iniciales del bien que pretende reivindicar.
En torno a la legitimación en la causa por pasiva consideró que ella recaía en el demandado José Alirio Hernández, en cuanto es el único poseedor del inmueble en litigio, amén que también es el titular del derecho de dominio, pues lo adquirió por compra que de él hiciera a los herederos putatativos. Ni la posesión, ni el título invocado por aquél prevalecen sobre el que debe estimarse para definir el litigio, por cuanto la actora ejerce la acción jure hereditario, esto es, que reclama la reivindicación para la sucesión Valero Espitia, por lo que al haberse ordenado la reforma del testamento y, en consecuencia, dejado sin efecto la partición allí inicialmente realizada, quedó radicado el dominio del inmueble en cabeza de aquélla, pues el causante lo adquirió mediante la compraventa recogida en la escritura pública No.1605 del 14 de junio de 1948, es decir, antes del inicio de la posesión de José Alirio Hernández y del título en que éste respaldó la propiedad alegada (escritura pública No.048 del 30 de enero de 1988).
Acotó que tal situación fue inadvertida por el juzgador a quo, ya que entendió que la actora pedía la reivindicación para ella y no para la masa sucesoral, apartándose del contenido real de la pretensión, cuestión que la condujo a declarar que la posesión ejercida por el señor Hernández era anterior al título de propiedad esgrimido por la actora y, por ende, a negarle a ésta sus pedimentos.
Luego de asentar algunas reflexiones en torno de la acción reivindicatoria y a la distribución de la carga probatoria en las distintas hipótesis que podrían presentarse, resaltó que la situación era más compleja cuando el opositor encara el título aducido por el reivindicante con otros títulos que, a su juicio, respaldan su posesión, evento en el cual el juzgador debe confrontarlos para establecer su prevalencia, atendiendo su validez, antigüedad y estirpe. Así, señaló que puede acontecer que el título del actor provenga de quien era el legítimo propietario, caso en el cual descollará sobre el que fue presentado por el poseedor; también puede suceder que ambos títulos tengan una misma procedencia, hipótesis en que se tomará en consideración la antigüedad del modo como se adquirió el dominio; por supuesto, que en ambos casos se requiere que el título comprenda un lapso superior al de la posesión del demandado, ya sea por ser anterior o porque siendo posterior se demostró la cadena ininterrumpida de los títulos que le precedían hasta un momento antecedente al hecho posesorio.
Después de esas reflexiones asentó que la prevalencia del título de Trinidad Valero de Castañeda frente al opositor la reafirma el hecho de que le es inoponible el título exhibido por éste último. De igual modo, advirtió que el demandado no ha adquirido por prescripción el predio en litigio, pues aun cuando fuere considerado poseedor regular del mismo y que su detentación data del 15 de agosto de 1987, esto es, cuando tuvo ocurrencia la primera transferencia de dominio, lo cierto es que no alcanzó a transcurrir el tiempo exigido para adquirir el dominio por prescripción ordinaria, ya que con la notificación de la demanda -13 de mayo de 1995 – se produjo su interrupción.
3. Con sustento en tales razonamientos estimó que al “encontrar prosperidad la pretensión principal”, era procedente examinar los medios de defensa esgrimidos por la parte pasiva. Empezó, entonces, con la excepción bautizada por ésta como “falta de responsabilidad en la causa por parte del demandado”, respecto de la cual precisó los hechos en que fue sustentada, a fin de resaltar que éstos hacen referencia al principio general del derecho de “la buena fe creadora de derechos en su forma de protección legal”, al que aludió la Corte en el fallo del 20 de mayo de 1936, del cual reprodujo los pasajes pertinentes. Del mismo modo, para resaltar los requisitos que deben cumplirse para dar cabida a dicho principio trasuntó los párrafos en que el tema fue abordado por esta Corporación en la sentencia del 23 de agosto de 1983.
Definidos tales requisitos, examinó su cumplimiento en el caso concreto. Así, en cuanto a la existencia de una situación oculta contraria a la normatividad estimó que los herederos putativos se hicieron adjudicar el bien en litigio como si fueran los verdaderos herederos, y una vez registrada la partición crearon otra apariencia, ya que se mostraron como los herederos de Aristides Valero Espitia y los titulares de la nuda propiedad y del usufructo que les fue adjudicado en la sucesión de aquél, derechos que luego transfirieron al acá demandado. Por consiguiente, tanto para el comprador como para cualquier otra persona resultaba difícil advertir que aquellos no eran herederos de dicho causante, ni eran los titulares reales del dominio que dijeron transmitirle, amén que el demandado no participó en la creación de esa apariencia.
Con relación a la exigencia de que la apariencia de legalidad estuviera respaldada en hechos, situaciones o documentos cuyo vicio no fuere posible advertir aún actuando con la diligencia y cuidados propios de un padre de familia, recordó que el opositor adujo que antes de comprar el predio en litigio consultó su matrícula inmobiliaria, en el que efectivamente figura registrada la partición en la cual le fue adjudicado dicho bien a Marilú Otálora, William Méndez Otálora, Henry y José Manuel Otálora y, por tanto, éstos aparecían como sus titulares para la fecha en que lo enajenaron al aquí demandado, de ahí que la escritura contentiva de ese negocio también fue inscrita en el folio respectivo. Añadió que aun cuando para la época de dicha venta ya la actora había promovido el proceso de filiación, lo cierto es que la demanda no fue inscrita y, por ende, no aparecía en la aludida matrícula inmobiliaria.
Relativamente al presupuesto de la buena fe del tercero, luego de reseñar los testimonios de Heriberto Montenegro Vanegas, Jorge Efrén Romero, Fabio Edilberto Caicedo Vargas, Germán López Enciso, María Elena Bernal de Moreno, Blas Oscar Hernández Espinosa y Luz Marina Herrera Pérez, así como los interrogatorios absueltos por las partes, concluyó que José Alirio Hernández no tenía conocimiento de la condición de heredera de la demandante y, por ende, que los vendedores fueran herederos putativos, pues así lo manifestaron la misma demandante y varios de los testigos mencionados.
Estimó que el desarrollo cronológico de los hechos le da la razón al tercero adquirente de los derechos. En efecto, el causante, a quien aquél conocía con anterioridad y de quien era arrendatario, falleció en 1981, su sucesión fue tramitada en 1983 y registrada en 1984, habiendo comprado el demandado el bien en 1988, aunque había entrado en posesión del mismo desde el año anterior. Añadió que éste, inclusive, le pagó a Aristides Valero Espitia arriendo por el local que ocupaba y, luego de su deceso, los canceló al albacea Luis Antonio Valero quien, justamente, le presentó a los vendedores como herederos de aquél. Adicionalmente, el fallo de filiación fue emitido en 1989 y sólo cobró firmeza en 1992, vale decir, después de que el demandado compró el predio, amén que la admisión de la demanda reivindicatoria se produjo el 13 de mayo de 1995.
Entendió, entonces, que el tercero comprador actuó de buena fe, pues consultó la matrícula inmobiliaria del inmueble, según la cual los vendedores eran sus propietarios para la época de la negociación, además, que no aparecía inscrita demanda alguna, medida que habría podido alertarlos sobre la vinculación del bien a las resultas del litigio, por la función de publicidad que cumple el registro de instrumentos públicos. Sumado a esto, se tiene que el demandado conoció al causante y no sabía que hubiere tenido descendencia, además, que compró el predio seis años después de la muerte del causante y luego de haber transcurrido casi cinco años de haber sido adjudicado a los herederos putativos.
Aclaró que ninguna incidencia tenía en esa conclusión el hecho de que en 1994 José Alirio hubiese proseguido con el levantamiento de una construcción sobre el predio, pese a que la actora le hubiere advertido sobre la refacción de la partición, ya que la buena fe que lo acompañó en su adquisición no se altera por esa situación, amén que explicó que adelantó la construcción tras haber logrado el desembargo de aquél en ese último trámite y porque fue asesorado por su apoderado en ese sentido.
Y sobre el último requisito del principio en estudio, vale decir, en torno a la inexistencia de una norma que regule la situación controvertida y, por ende, que contemple una solución distinta a la que surja de dicha regla, trajo a colación lo expuesto sobre el particular por la Corte Constitucional en la sentencia T-090 del 1º de marzo de 1995 y por esta Corte en el fallo del 20 de mayo de 1936, para concluir que en el ordenamiento patrio no existe una norma que resuelva la situación particular de apariencia del derecho a la cual se enfrenta el tercero que adquiere de buena fe el dominio de un bien, de manos de quienes en el momento de la negociación fungían como sus propietarios, por haberles sido adjudicado en una partición testamentaria debidamente registrada, la cual decae después de la negociación, por haberse reconocido un heredero de mejor derecho, a causa de una sentencia de filiación con efectos patrimoniales.
Prevalido de los reseñados razonamientos encontró probada la excepción de mérito alegada por el demandado Hernández y que, por ende, el principio en cuestión convirtió en realidad lo que sólo fue apariencia, razón por la cual quedó incólume el derecho de dominio (nuda propiedad y usufructo) sobre el 50% del inmueble que le vendieron Marilú Otálora de Meléndez, José Manuel, William y Henry Meléndez Otálora, según la escritura pública No.048 del 30 de enero de 1988, inscrita en el folio de matrícula inmobiliaria No.156 0013618. En esas condiciones, consideró que resultaba improcedente la reivindicación reclamada y, por tanto, los pedimentos consecuenciales, así como también la declaración de inoponibilidad tanto de la aludida enajenación como de la partición realizada en el proceso divisorio que adelantó José Alirio Hernández.
4. Así las cosas, procedió a resolver la pretensión subsidiaria, esto es, la concerniente con la acción prevista en el artículo 1324 del Código Civil, respecto de la cual advirtió que la legitimación en la causa por pasiva radicaba sólo frente a los herederos putativos cobijados por los efectos patrimoniales de la sentencia de filiación, es decir, que únicamente estaban llamados a enfrentar dicha acción Marilú Otálora de Meléndez y José Manuel Meléndez, pues dichos efectos no recayeron sobre los demás demandados.
De igual modo, estimó que la ocupación del inmueble por los demandados aquí legitimados debía calificarse como de buena fe, en cuanto tal presunción no fue desvirtuada por la parte actora; igualmente, señaló que aquellos estaban obligados a responder por la enajenación del bien relicto en la medida que se hubieren hecho más ricos, conforme las prescripciones del citado artículo 1324 del Código Civil, cuestión que estimó se presumía, ya que dichos opositores no alegaron que el precio recibido lo hubiesen utilizado en alguna “labor o propósito que no les hubiere enriquecido, por ejemplo, en el pago de acreencias laborales o mantenimiento de los bienes relictos”. De ahí que dedujo que tal enriquecimiento se había producido en la cuantía del importe recibido en la venta del predio, valor que actualizó escudado en la pérdida del poder adquisitivo de la moneda. Y, el Tribunal, en esas condiciones acogió la referida pretensión subsidiaria.
El censor en el único cargo formulado a la sentencia recurrida, en el ámbito de la causal primera de casación, denuncia la violación directa de los artículos 673, 740, 741, 745, 749, 752, 756, 1633, 669, 946, 947, 948, 950, 951, 952, 955, 956, 959, 961, 962, 963, 964, 965, 966, 967, 969, 970, 1325 del Código Civil, en cuanto considera que el Tribunal aplicó el principio general del error creador de derecho”, sin darse cuenta de que tales preceptos regulan la situación controvertida en este litigio.
En la sustentación de la queja, precisa que el Código Civil en sus artículos 946 a 971, regula expresamente qué cosas pueden reivindicarse, quién puede reivindicar y contra quién, así como lo concerniente con las restituciones mutuas; de suerte que en este caso, a su juicio, no procedía acudir al principio general del error creador de derecho “para buscar allí la regla directa aplicable al caso”.
Asevera que si bien es cierto que el principio en mención constituye una de las excepciones en las que el ordenamiento patrio, ante la creencia errónea y de buena fe sobre la legalidad de un acto, le permite generar consecuencias jurídicas, también lo es que para su aplicación se requiere, entre otras exigencias, que la situación no esté regulada expresamente por una norma que imponga soluciones diferentes, las que resultarían de la aplicación de esa doctrina, cuestión que no acontece en el caso en litigio, pues la situación jurídica debatida está regulada en los preceptos cuya vulneración se denuncia, concretamente, en el artículo 1325 del Código Civil que consagra “la acción reivindicatoria sobre cosas hereditarias reivindicables que hayan pasado a terceros y no haya operado en ellos la prescripción”.
Refiere que la Corte ha sostenido que “‘si los bienes hereditarios han pasado a terceros, se predica la persecución reivindicatoria en mérito del derecho erga omnes reconocido judicialmente al verdadero señor de la herencia. No distingue entonces la ley según sea buena o de mala fe la posesión de los terceros, y es porque en general la conciencia honesta de los hombres no alcanza de suyo a conferir derecho a quien no lo tiene conforme al ordenamiento, ni es bastante para que alguien pueda transferir lo que no le pertenece’. ‘En general la buena fe del poseedor regula el sistema de prestaciones mutuas, pero no evita la prosperidad del juicio reivindicatorio, salvo que la prescripción se haya consumado’ (sent., 25 de agosto de 1959, XCI, 446)”. Y comenta que de tal jurisprudencia aflora que la buena fe sólo se tiene en cuenta para las prestaciones mutuas a que haya lugar en esa reivindicación, pero no detiene los efectos de dicha acción, la que en todo caso cumple su cometido, salvo que hubiese operado el fenómeno de la prescripción.
La tesis acogida por el Tribunal hace ilusoria la acción reivindicatoria e impide que un heredero reivindique los bienes herenciales, por cuanto los atributos esenciales de los derechos reales, como son la persecución y preferencia resultan inaplicables. Agrega que el principio del error creador de derecho “no puede enervar la acción de dominio de un heredero prevalente, lo contrario sería quitarle eficacia al ordenamiento jurídico y colocarlo en una situación suplementaria, lo que es inaceptable desde todo punto de vista”.
Y para rematar el cargo reseña las prescripciones de las normas que relaciona como infringidas por el fallo recurrido.
CONSIDERACIONES
1. Como se evidencia en la reseña que de la censura viene de hacerse, el recurrente se queja de que el sentenciador incurrió en el yerro jurídico que le enrostra, por dar aplicación, en el asunto de esta especie, al principio error communis facit ius, a pesar de que, a su juicio, ello era improcedente por existir reglas legales que de manera expresa gobiernan el caso, de modo que hacer obrar aquélla norma es tanto como quitarle eficacia al ordenamiento.
Dada, pues, la contundencia de esa aseveración y el peso que ella tiene en el desenvolvimiento de la acusación, habida cuenta que de ser las cosas de ese modo, sería inevitable la anulación de la sentencia, de su examen se ocupará primeramente la Corte.
2. Repetidamente ha sostenido esta Corporación que examinadas las normas jurídicas desde un punto de vista estrictamente lógico, se advierte en ellas la existencia de un supuesto fáctico consistente en “una realidad futura anticipadamente prefigurada”, vale decir, la descripción abstracta de un hecho concerniente al ser humano, a la cual se le atribuye una consecuencia jurídica, o sea, el efecto que de la actualización de ese supuesto abstracto se deriva. Precisamente, dada su estructura, a ellas se aplican los variados métodos de interpretación jurídica (artículos 25 a 32 del Código Civil) que, en lo medular, tienen por objeto el estudio del lenguaje utilizado por el legislador.
No obstante, es posible advertir en el ordenamiento la existencia de ciertas normas, comúnmente llamadas principios, que se caracterizan por un alto grado de abstracción, ora porque no evidencian de manera explícita un supuesto fáctico o lo presentan de manera fragmentaria, de modo que no es posible determinar con antelación los casos en los que serán aplicados, razón por la cual suelen calificarse de normas abiertas, para distinguirlas de las reglas legales llamadas cerradas, en las que sí es posible fijar escrupulosamente los supuestos de hecho de su aplicación; o ya porque, según otros, presentan un alto grado de indefinición en la consecuencia jurídica, motivo por el cual se les conoce como “mandatos de optimización” (u optimación, quizás), en la medida en que pueden ser cabalmente cumplidos en diferente grado, dependiendo de las condiciones reales o jurídicas en las que se encuentre el agente. Mientras que los primeros se caracterizan porque expresan derechos, son justiciables y, por ende, de aplicación usual por los jueces, los segundos aluden a intereses y son propios de la política y la legislación. En todo caso unos y otros tienen un significado lingüístico autoevidente, en virtud del cual su genuino sentido y alcance no puede ser esclarecido a partir del significado de las palabras.
Sea cual fuere su estructura, no hay duda que en los principios se halla una nota descollante que no se evidencia en las otras reglas jurídicas y es su peso o importancia, de manera que cuando dos principios entran en conflicto, ambos siguen siendo válidos a pesar de que en el caso concreto uno de ellos se prefiera al otro; o sea, que en caso de colisión, uno de ellos no deja de ser válido, ni comporta de manera definitiva e ineludible una cláusula de excepción, simplemente, se impone un proceso de ponderación, al cabo del cual, dependiendo de las circunstancias del caso, se establece entre ellos una “relación de preferencia condicionada”. En cambio, en tratándose de las reglas legales no es posible aseverar que una sea más importante que otra, de modo que si entran en conflicto la solución es de todo o nada: o una de ellas no es válida, o siempre cederá en presencia de la otra.
Ahora, las reglas legales son obedecidas, mientras que a los principios, en cambio, se adhiere. Aquellas señalan cómo debe actuar la persona, o no hacerlo, en determinadas situaciones específicas por ellas previstas, al paso que los principios nada dicen, directamente, a ese respecto, pero proporcionan criterios adecuados para fijar un punto de vista ante situaciones concretas que a priori aparecen indeterminadas. Como éstos, los principios, cuando no son mandatos de optimización, carecen de supuesto fáctico específico, solamente adquieren relevancia operativa haciéndolos obrar frente algún caso concreto, no es posible, entonces, determinar su significado de manera abstracta, como tampoco pueden ser utilizados en operaciones lógico-jurídicas, en particular en procesos de subsunción.
De ahí que se diga que, de ser posible, sólo las normas legales podrían ser observadas y aplicadas de manera mecánica y pasiva; desde luego que, como lo anota Gustavo Zagrebelsky, si el derecho estuviese compuesto solamente por esa clase de reglas,
“no sería insensato pensar en la ‘maquinización’ de su aplicación por medio de autómatas pensantes, a los que se les proporcionaría el hecho y nos darían la respuesta. Estos autómatas tal vez podrían hacer uso de los dos principales esquemas lógicos para la aplicación de reglas normativas: el silogismo judicial y la subsunción del supuesto de hecho concreto en el supuesto abstracto de la norma. Ahora bien, tal idea, típicamente positivista, carece totalmente de sentido en la medida en que el derecho contenga principios. La ‘aplicación’ de los principios es completamente distinta y requiere que, cuando la realidad exija de nosotros una ‘reacción’, se ‘tome posición’ ante ésta de conformidad con ellos. Una máquina capaz de ‘tomar posición’ en el sentido indicado es una hipótesis que ni siquiera puede tomarse en consideración mientras la máquina siga siendo máquina.” (“El derecho dúctil”. Editorial Trotta. Página 111).
3. No se niega que para un férreo y riguroso positivismo jurídico, los principios, al contener fórmulas vagas, supuestos fácticos indeterminados, reseñas de ambiciones etico-políticas del ordenamiento y promesas no realizables por el momento, generarían vacío jurídico y contaminación de las “verdaderas” normas jurídicas. Sin embargo, es incontrastable que la codificación, que presupone erigir la ley como el centro de gravedad del sistema jurídico, no puede concebirse como la enunciación acabada y exclusiva del Derecho, mucho menos de cara a los complejos y variantes fenómenos sociales actuales. La formulación de normas jurídicas en códigos no puede entenderse, como otrora se afirmara, como una obra ultimada, hermética y autosuficiente, entre otras cosas, porque es innegable que el juez, al desarrollar la labor hermenéutica que es de su resorte concurre en la creación del Derecho.
Empero, superada como se encuentra hoy esa visión excluyente y rígida del ordenamiento, es patente que los principios generales son consustanciales a los ordenamientos jurídicos, particularmente a los de los estados constitucionales contemporáneos, en los cuales se conciben las reglas legales y consuetudinarias como una de las “caras” del derecho que necesariamente los jueces deben concordar con la otra cara, la de los principios y valores constitucionales, muy a pesar de que la certeza y absoluta previsibilidad de las decisiones judiciales sufran alguna mengua. En ese orden de ideas, la relación entre legislación y jurisprudencia deja de ser inevitablemente jerárquica, como en su momento lo adujera el Estado de Derecho legislativo y deviene como una relación de cooperación en la creación jurídica.
Desde esa perspectiva, es tangible que no puede circunscribirse la función que en el ordenamiento desempeñan los principios únicamente a la integrativa, vale decir, a su vocación de colmar los vacíos del ordenamiento, hipótesis en la cual sólo obrarían a falta de regla aplicable al caso, cuando lo cierto es que junto con ese cometido desarrollan otros dos igualmente relevantes o, quizás más: el creativo, que determina su aptitud para elaborar, modificar y derogar el derecho, y el interpretativo, que repara en su idoneidad para la comprensión, realización y acatamiento del mismo. La función de los principios, pues, va mucho más allá que, simplemente, la de generar normas en ausencia de reglas legales o consuetudinarias específicas, habida cuenta que, como viene de señalarse, ellos permiten salvar los problemas de indeterminación que aquéllas acusen o paliar los efectos nocivos que se desgajarían cuando entran en contradicción con los principios que las inspiran o con otros de justicia material que informan el ordenamiento. Inclusive, hoy no se discute que en toda decisión judicial se reproduce, en alguna medida, el proceso de creación del derecho y que en la actividad hermenéutica del juez hay, necesariamente, una conformación valorativa de la norma jurídica interpretada.
Además, reducir los principios generales del derecho a normas supletorias es cuestión que encierra una insalvable objeción, ya que equivale a asignarle a las normas de mayor abstracción, una función puramente accesoria de otras cuya densidad es mucho menor. Así mismo, como los principios no imponen una determinada consecuencia respecto de un supuesto fáctico, sino una “toma de posición” frente a circunstancias concretas de la vida, poseen una razón de ser autónoma ante la realidad, la cual, al ponerse en contacto con ellos, se vivifica y adquiere cualidades jurídicas propias, es decir, que no se presenta como materia inerte, objeto meramente pasivo de la aplicación de las reglas.
4. Y en verdad que de antaño entendió esta Corporación que el juez, antes que ciego y sumiso servidor de la ley era un adalid del Derecho y, desde luego, de la justicia, razón por la cual no vaciló en echar mano de aquellos principios que lo informan y nutren, con miras a captar el Derecho en el más humano y social de sus aspectos y hacer de la justicia algo realmente tangible y evidente. Gracias a esa labor “pretoriana” de la Corte, múltiples instituciones jurídicas se vivificaron o adquirieron un nuevo y trascendental sentido. Surgieron así, reglas sobre el abuso del derecho, las actividades peligrosas, la posesión material, la imprevisión, la buena fe, el error común, la corrección monetaria, entre muchas otras, que evidencian con claridad un indeclinable compromiso de esta Sala con los fines esenciales del ordenamiento jurídico.
5. Puestas así las cosas, es palmario que no le asiste razón a la censura, habida cuenta que el Tribunal, ante las excepcionales circunstancias del caso, que el recurrente no cuestiona, y en uso de las atribuciones que el artículo 230 de la Carta Política le confieren, entendió, acertadamente, por demás, que de aplicar fría e impasiblemente las reglas legales por cuya inobservancia se queja el impugnante, habría llegado a una conclusión manifiestamente contraria al principio de la buena fe, en cualquiera de sus percepciones, y a los contenidos de justicia material que irradia la Constitución patria.
Por supuesto que, como es sabido, la buena fe, hoy sólidamente entroncada con insoslayables mandatos constitucionales (artículo 83 de la Carta Política), suele ser contemplada por el ordenamiento desde tres perspectivas distintas: de un lado, aquella que mira las esferas íntimas de la persona, para tomar en consideración la convicción con la que ésta actúa en determinadas situaciones; de otro lado, como la exigencia de comportarse en el tráfico jurídico con rectitud y lealtad, semblante que la erige en un verdadero hontanar de normas de corrección contractual; y, finalmente, como un criterio de interpretación de los negocios jurídicos. “Pueden citarse como ejemplo de la primera, cuya principal virtud es la de generar derechos, lo prescrito en el artículo 768 del Código Civil, conforme al cual la ‘buena fe es la conciencia de haberse adquirido el dominio de la cosa por medios legítimos exentos de fraudes y de todo vicio’; o las disposiciones contenidas en los artículos 964, 1634, etc., ejusdem, en los que el ordenamiento privilegia cierto estado subjetivo o espiritual de la persona que se caracteriza porque ésta abriga la creencia razonada, sensata y ajena de culpa, de estar obrando en conforme a Derecho” (Casación de 2 de febrero de 2005).
Y, precisamente, en su función creadora del derecho, la buena fe tiene la potencialidad de atribuirle valor a ciertos actos ejecutados por causa o con sustento en apariencias engañosas; desde luego que en esta hipótesis se evidencia como un postulado inquebrantable de la moral y de la seguridad del tráfico jurídico, así como en soporte fundamental para la adecuada circulación de la riqueza.
Si bien una visión estática de los derechos subjetivos, conforme a la cual ningún titular de un derecho real podría ser privado del mismo sin su consentimiento, impondría la aplicación inexorable de la máxima nemo plus juris in alium transferre postest quam ipse habet, de la cual se nutren múltiples normas del ordenamiento, lo cierto es que el aspecto dinámico de los mismos impone concluir que el adquirente de ese derecho real no puede ser despojado del mismo en virtud de un hecho que no conocía ni podía conocer al momento de la adquisición. He aquí la razón de ser del añejo aforismo error communis facit jus, formulado en términos generales por Ulpiano y de cuya aplicación dan cuenta varias soluciones del Derecho Romano, como las relativas a la validación de los actos realizados por un pretor y un árbitro que siendo esclavos actuaron como hombres libres.
De ahí que, como en su momento lo dijera la Corte, y hoy lo reitera,
“… ‘el adagio error communis, tal como es aplicado por nuestros tribunales, les permite proteger contra la ley misma al que no ha cometido ninguna culpa. El error en que éste ha caído debe engendrar todos los efectos jurídicos que se le quisieron atribuir, por que tal error fue inevitable. La apariencia invencible se coloca en el mismo pie de igualdad de la realidad. La máxima error communis aparece, pues, como una regla de orden público, protectora del interés social, que lucha victoriosamente contra el principio de la autoridad de la ley. Es una de las manifestaciones de ese movimiento tan poderoso que sacrifica el interés individual al interés social y que le da al interés público un puesto cada vez más preponderante. No hay que perder de vista, en efecto, que la aplicación de la máxima conduce siempre a sacrificar a los que lógicamente deberían triunfar porque invocan en apoyo de su protección la verdad contra el error. Hay ahí un conflicto de intereses fácilmente solucionable cuando el que se ampara con la ley pretende solamente sacar provecho del error en que incurrió su contraparte; pero el conflicto llega a ser particularmente inquietante cuando cada una de las partes es de buena fe y no ha incurrido en culpa alguna. Es el caso de los actos ejecutados por el propietario aparente o por el mandatario aparente. Pueden invocarse consideraciones de equidad en favor del propietario verdadero más bien que a favor del tercero que ha tratado con el propietario aparente o en favor del mandante aparente más bien que a favor de quien ha tratado con el mandatario aparente? Ya veremos que, sin embargo, en esos casos nuestra jurisprudencia hace triunfar la apariencia invencible’” (G,J. XLIII, pág. 44).
La cabal aplicación de esta máxima requiere, como en esa misma providencia lo subrayara la Corte, de un lado, que se trate de un error generalizado, es decir, “de un error no universal pero sí colectivo”, y, de otro, que ese error haya sido invencible, moralmente inevitable, vale decir, de tal hondura que la más prudente y avisada de las personas igualmente lo habría cometido. “En esa investigación se tiene en cuenta los usos corrientes, y, sobre todo, las medidas de publicidad que han rodeado el error. Los terceros han podido atenerse legítimamente a las declaraciones contenidas en la publicidad. Por el contrario, no tiene derecho de ignorar lo que ha sido publicado: así, el error sobre la capacidad de un concursado es raramente admisible porque el concurso se han hecho conocer de todos” (ejusdem).
No puede olvidarse al respecto, que la publicidad inmobiliaria, en cuanto conjunto de medios enderezados a dar a conocer a los titulares de derechos reales y el estado jurídico de ciertos bienes, encarna una lucha por la seguridad y eficacia del tráfico jurídico, de modo que quien obra plenamente convencido por los datos que el registro pertinente arroja debe ser protegido por el hecho de llevar a cabo una adquisición aparentemente eficaz, frente a la cual debe ceder la regla nemo plus juris in alium transferre postest quam ipse habet que impera en el ordenamiento.
6. Resta por preguntarse si a pesar de la innegable generalidad de la máxima error communis facit jus, que fue demostrada por esta Corporación en la pluricitada sentencia, en la que, luego de reparar en los artículos 149, 150, 947, 1547, 1548, 1634. 1766, 1933, 1940, 1944, 2140 y 2199 del Código Civil y de concluir que esas disposiciones encaminadas a la protección de terceros de buena fe reconocen efectos jurídicos trascendentales a una apariencia de la cual se ha derivado un error invencible y ante la cual se hace ceder la realidad jurídica, esta Sala puntualizó que esas no son normas de carácter excepcional que deban, por ende, ser interpretadas y aplicadas con un criterio rígidamente restrictivo, sino que son consecuencias previstas por el propio legislador para aquellas hipótesis que pudo prever y resolver concretamente; no obstante tratarse de un principio general, se decía, cabe interrogarse si su aplicación encuentra coto en aquellos casos de enajenación de bienes hereditarios por los herederos aparentes, como aquí acontece, por existir reglas específicas que gobiernan la materia (v. gr., los artículos 1325 y 1401 del Código Civil).
Para dar cumplida respuesta a esa inquietud comienza la Corte por precisar que si, como ha quedado dicho, los principios como el de esta especie carecen de supuestos fácticos explícitos o acabados, de modo que solamente adquieren preeminencia operativa haciéndolos obrar frente algún caso concreto, las aristas fácticas relevantes de este asunto (que el Tribunal tuvo en consideración y el recurrente no refuta, dado el perfil del cargo) y de frente a las cuales se contrasta el referido axioma, son las siguientes: a) se trata de una venta efectuada por herederos reconocidos en el proceso de sucesión; b) a quienes se les adjudicó el bien reivindicado; c) mediante partición que fue debidamente inscrita en el registro inmobiliario; d) que el tercero adquirente es de buena fe; e) que incurrió en un error común e invencible; y f) que aquél, el tercero, adquirió de los adjudicatarios el inmueble a título de compraventa, es decir, de manera onerosa. A todo lo anterior sólo resta agregar que ninguna consideración hizo el Tribunal en torno de la buena o mala fe de los herederos putativos, cuestión que, por consiguiente, es irrelevante.
Pues bien, si quisieran aplicarse con rigor exegético los artículos 752, 946, 963 y 1325, entre otros, del Código Civil, habría que contestar afirmativamente esa pregunta, ya que, se diría, como los enajenantes no eran en realidad herederos, no tenían tampoco ningún derecho sobre los bienes hereditarios, luego mal podrían transmitirlos a terceros. Pero esta respuesta, además de simplista, es inadmisible, amén que hiere principios hondamente arraigados en el ordenamiento, a los que aquí ya se ha hecho alusión, y que constituyen su nervio fundamental; por supuesto que se trata de una solución anarquizante, que además de lesionar gravemente al tercero que ha contratado de buena fe y a título oneroso, introduce un factor de incertidumbre en todos aquellos títulos de propiedad (que son muchedumbre), en los que figure como antecedente del dominio alguna transmisión hereditaria. No habría en esta hipótesis títulos perfectos, ni estaría nadie exento, por más precavido que fuera, del evento de ser despojado de su derecho.
Todo esto sin olvidar que, como lo anota Josserand, el heredero que está en posesión de los bienes hereditarios…
“…‘cubre la herencia’, hay como una posesión de estado de heredero: es justo y es jurídico que esta posesión de estado tenga la virtud de sostener, de vivificar los actos consentidos por quien está investido de ella; las personas que han tratado con él, lo han hecho bajo la influencia de un error común e invencible, por consiguiente, perfectamente excusable, individualmente lo mismo que socialmente; nada tiene que reprocharse; mientras que el heredero hubiera podido quizá dar prueba de mayor diligencia, haciendo valer sus derechos más rápidamente: entre un heredero inerte y negligente y un adquiriente irreprochable, víctima de un error común e invencible, es a éste a quien ha de darse la preferencia: el acto en el cual ha participado debe seguir en pie a pesar de la evicción de aquel de quien emana.
“Pero no son solamente estas razones de equidad y de justicia las que inspiraron a la jurisprudencia en la construcción jurídica que edificó; son también y sobre todo “motivos de orden público y de interés público”, “razones de interés general”, y hay que entender por tal “un argumento de crédito y de crédito territorial, de estabilidad de las trasmisiones inmobiliarias”; no conviene que una propiedad adquirida en condiciones públicas regulares sea amenazada por una causa jurídica secreta; no conviene que la “confianza legítima”, del adquiriente, sea engañada pues, de lo contrario, la confianza universal puesta en la ley quedaría destruida (Derecho Civil Tomo III Vol. II. Bosch. Editores. Pág. 249).
Si bien no puede desconocerse que el artículo 1325 del Código Civil faculta al heredero “verdadero” a reivindicar el bien sucesoral de manos de terceros, siempre y cuando estos no la hubiesen adquirido por prescripción, lo cierto es que, de un lado, la salvedad que este caso plantea es excepcional y opera en la medida que se aúnen de manera clara y evidente los requisitos aquí enunciados; y, de otra, que la potestad que a dicho heredero le confiere la norma recae sobre bienes “reivindicables”, cualidad que desaparece respecto de aquellos que se encuentran en las circunstancias de este asunto.
Puestas en ese orden las cosas, resulta evidente que el Tribunal no es reo del error jurídico que se le enrostra y que, subsecuentemente, la sentencia recurrida no será casada. Por lo demás, ha de reiterarse una vez más que, dados los alcances del cargo, ninguna meditación puede hacer la Corte en torno a los supuestos fácticos del litigio y que a juicio de ese sentenciador dieron pie a la cabal aplicación del principio error communis facit jus.
DECISIÓN
En mérito de lo expuesto, la Corte Suprema de Justicia - Sala de Casación Civil, administrando justicia en nombre de la República y por autoridad de la ley, NO CASA la sentencia proferida el 9 de junio de 2004, por la Sala Civil – Familia y Agraria del Tribunal Superior del Distrito Judicial de Cundinamarca, dentro del proceso de la referencia.
Costas a cargo de la parte recurrente. Tásense.
RUTH MARINA DÍAZ RUEDA
MANUEL ISIDRO ARDILA VELÁSQUEZ
JAIME ALBERTO ARRUBLA PAUCAR
CARLOS IGNACIO JARAMILLO JARAMILLO
PEDRO OCTAVIO MUNAR CADENA
CESAR JULIO VALENCIA COPETE
EDGARDO VILLAMIL PORTILLA
Expediente 25875-3184-001-1994-00200-01
Como apenas sí me aparto de alguna motivación del fallo, que, por lo demás, no alcanza relevancia en cuanto a las resultas del recurso extraordinario, es por lo que no hago mas que aclarar mi voto. La sentencia, a mi juicio, lucía bien hasta cuando apareció el número 6 de sus considerandos. En efecto, hasta allí la comparto, porque dedujo que se reunían todas las condiciones para que triunfe el principio de error común creador de derechos. La tensión entre el derecho que como heredero asiste al demandante, y el tercero que compró al que no lo era, lo resolvió a favor de la apariencia.
Pero entonces decidió la Corte borrar en parte lo que había hecho. Creyendo que aún faltaba o “restaba” algo por hacer, cayó en alargamientos impertinentes, y naturalmente resbaló. Cierto: en aquel número 6 se formuló una malhadada pregunta, y fue la de saber si este caso tenía una solución legal diferente que vedase la aplicación de la doctrina del error común creador de derechos. Plantearse el interrogante no fue lo malo, pues siempre habrá que hacerlo tratándose, como es verdad, de uno de los requisitos que debe cumplir quien pretenda guarecerse no más que en la apariencia; vale decir, que la ley no tenga para su caso otra consecuencia jurídica, pues que, de tenerla, a ella debe estarse y no es de recibo entonces la teoría del error común. El desacierto de la Corte se halla es en la forma como fue a dar en el interrogante, pues creyó erróneamente que aquí, en este caso, en el de la venta por parte de herederos putativos que entrega derecho a reivindicar a quien es el verdadero heredero, es una manera distinta de solucionar la ley el asunto. Error conceptual, y obviamente distorsionó el genuino sentido de la teoría, vaya a saberse con qué repercusiones.
No paró mientes la Corte que la otra solución de que habla el mentado requisito de la doctrina, no se refiere, ni podría referirse sin caer en una imperdonable petición de principio, al derecho mismo y las acciones inherentes de que dispone su titular. Cada vez que quiera darse aplicación a la teoría del error común, ya se sabe que por definición y antonomasia hay un derecho preexistente que obviamente ampara la ley. Ese es precisamente el punto de partida de toda la problemática. Un derecho tangible, manifiesto, al que se le quiere oponer la apariencia. En términos elípticos, la realidad forcejeando con la apariencia. Uno con el derecho en la mano, y el otro con apenas una fábula. Aquél querrá que reine la legalidad con todo su rigor; éste que, aun así, se humanice el Derecho y se considere su especial estado de engañado, como también lo habría estado cualquier otro, por un cuadro aparente de cosas. Cuál de las dos triunfará, la realidad o la apariencia, es el problema a zanjar. Alguien ve amenazado el derecho que por ley le corresponde sin duda, porque ha sobrevenido algo exótico, una situación rara matiza el ambiente jurídico, y en el jardín del Derecho quiere germinar una flor extraña.
Como puede verse, el derecho que esgrime el demandante es el presupuesto de toda la problemática. Y obviamente que a ella no pudo estarse refiriendo la doctrina y la jurisprudencia cuando para la aplicación del error común incluye entre sus requisitos el que la ley no tenga una solución distinta. Es claro el principio de lógica aquél según el cual dentro de la definición de algo no puede incluirse lo definido. Ya en concreto, el derecho del heredero verdadero a perseguir las cosas relictas en reivindicación, no es, no puede ser, esa otra solución legal a que alude el pluricitado requisito.
Quizás un ejemplo puntual ayude a ilustrar el asunto. Buscar que otro caiga atrapado en el engaño, hace que el ingenio disponga de alas, y habrá así mil maneras para lograrlo. Si, por ejemplo, la añagaza que elige el pérfido consiste en hacer creer que el dueño del bien lo ha provisto de un poder para enajenar, y resulta que no es más que falsificado, ese hecho, el de contratar sin poder real y verdadero, pudo haber sido imaginado y previsto por la ley, asignándole una solución específica, como en efecto lo fue en el artículo 841 del código de comercio; en tal supuesto el tercero, si es que es de buena fe exenta de culpa, tiene acción frente al falsario para obtener “la prestación prometida” o su valor, y además para que le resarza los demás perjuicios. Significa entonces que un supuesto tal, la doctrina del error común ya no tiene cabida, toda vez que el titular del derecho de propiedad triunfará sin atenuantes. Lo demás se reduce a un enfrentamiento entre el falsario y el tercero. La ley, repítese, previó una solución diferente. Y ni imaginarse puede uno que la otra solución sea en este caso, como equivocadamente lo diría la Corte, la del derecho con que al juicio se presenta el dueño y la respectiva acción reivindicatoria para recuperar lo que es suyo.
Seguir a la Corte en ello, sería acompañarle en una grave contradicción. Si, en verdad, por un momento se pensara que ella está en lo cierto, a flor de labio cabría preguntarse a su turno. Si la ley tiene prevista una solución distinta, ¿cómo es que triunfa después de todo la teoría de la apariencia? ¿Acaso no faltaría el último de sus requisitos? No hay duda; si ese fue el pensamiento de la Corte, razones de coherencia proclamarían que aquí no ha podido reinar la apariencia sobre el derecho cabal del otro. ¿Cómo hizo la Corte para que aun así no casara la sentencia? Ninguna explicación dio, porque simplemente apeló, como no pocas veces se hace ante los escollos insalvables, al socorrido argumento de que este era un caso especial, y que la “solución”, óigase bien, que trae la ley (la de la acción reivindicatoria) es “anarquizante”, que introduce “un factor de incertidumbre en todos aquellos título de propiedad (que son muchedumbre), en los que figure como antecedente del dominio de alguna transmisión hereditaria”. Por toda argumentación no se dio más que esa. ¡Cómo terminó de enredada la Corte!
Quiera la fortuna que semejante distorsión del asunto no cunda en la jurisprudencia, y resulte aplicándose indebidamente la teoría del error común creador de derecho, y se convierta así en foco de iniquidades.
Fecha ut supra.
Manuel Isidro Ardila Velásquez